Cuando comenzó a socializarse la noticia sobre la muerte de Xavier López “Chabelo” no pude evitar esgrimir un gesto superfluo de tristeza.
El deceso de alguien tan lejano a mí en edad y en filiación no debería dar motivo a un sentimiento de aflicción más allá del de empatía con sus dolientes cercanos.
Sin embargo, al día siguiente desperté padeciendo una especie de melancolía difícil de explicar. Y es que quizá Chabelo no estaba tan lejano de mi vida como pensé en un principio. Ahora que lo reflexiono, su alegría estaba presente todos los domingos en mi casa desde que tengo uso de razón y las lecciones que nos dio con su ejemplo han trascendido por generaciones, aún sin darnos cuenta.
Para Chabelo, sin importar sexo, edad ni nivel socioeconómico, todos éramos sus cuates. Fue un gran líder y motivador excepcional. En sus programas estimulaba a los concursantes a dar lo mejor de sí, siempre añadiendo el toque de buen humor blanco y la chispa de la ocurrencia respetuosa que a todos nos divertía.
Sabedor de que es la única forma de triunfar en la vida, Chabelo siempre motivó a los participantes de sus programas a correr el riesgo y entraran a la catafixia, (palabra por cierto acuñada por él y por Tin Tán), donde se podría mejorar o empeorar el premio obtenido, eso dependería del azar. Y si la suerte era mezquina, Chabelo nos mostraba el valor de la compasión que todos debiéramos tener y, después de hacerla de emoción unos segundos, mandaba a la familia a casa con su premio original.
Tal vez la pena que me invade sea causada por la nostalgia de la partida del ícono que representaba no a una, sino varias generaciones de mexicanos y se había convertido precisamente en la amalgama que nos unía a todos como sociedad, en un punto de encuentro que nos homologaba sin distingos de ningún tipo.
O quizá mi desconsuelo sea producto de la pérdida de la figura emblemática de la presencia perenne, y cuya defunción nos recuerda nuestra condición de simples mortales. Junto con Chabelo se va parte de nuestra historia e idiosincrasia, parte de nuestro presente y pasado.
Pensándolo bien, creo que mi dolor se debe a que con la muerte de Xavier López se muere también parte de nuestra niñez, esa que era inocente y bien intencionada, que abandonamos hace mucho, pero permanecía vigente en la imagen del ídolo infantil. Pero no todo está perdido. Nos queda el recuerdo y la principal enseñanza de Chabelo: seamos siempre ese niño que fuimos.
Nunca es tarde para intentarlo. Eso nos hará más genuinos, más sinceros y, sobre todo, más felices.