“Al memorable vate Manuel Acuña, quien falleció en este lugar. Homenaje del Buen Tono, S. A. MCMXXVI” reza la placa colocada en el exterior de la otrora Escuela de Medicina de la Ciudad de México. Justo allí, el poeta saltillense ingirió una considerable dosis de cianuro de potasio un 6 de diciembre de 1873.
Acuña nació en la Capital de Coahuila el 27 de agosto de 1849, en el número 218 de lo que hoy es la calle Allende, en el seno de una humilde pero unida familia. Segundo de 15 hermanos, realizó sus primeros estudios en el “Colegio Josefino”.
Su muerte fue tan sorpresiva como intempestiva. Con apenas 24 años de edad y a punto de concluir sus estudios de medicina, ya era toda una celebridad. Ampliamente conocido en los círculos selectos capitalinos y miembro activo de las sociedades literarias, se codeaba con perfiles de la talla de Ignacio Ramírez “El Nigromante”, Guillermo Prieto o Ignacio Manuel Altamirano.
Además de su ya bien consolidada fama de poeta, Acuña acababa de estrenarse como dramaturgo. La presentación de su obra El Pasado, en el “Teatro Principal”, fue ampliamente elogiada por la crítica de la época.
Suele culparse de su temprana muerte a Rosario de la Peña, destinataria de su Nocturno, por haberlo rechazado sentimentalmente. Ella siempre negó esa versión. Acuña tuvo otros romances, incluso llegó a procrear un hijo con su otra musa, la gran poetisa Laura Méndez, que desgraciadamente falleció días después de nacido.
Su obra revela una oscura fascinación por la muerte y la presencia permanente de mensajes suicidas. No la visualizaba como el final, sino como una transición: /Círculo es la existencia, y mal hacemos cuando al querer medirla le asignamos la cuna y el sepulcro por extremos/, advierte el vate en su poema mayor Ante un cadáver.
Y estar literalmente ante un cadáver se le convirtió en malsana obsesión, más aún cuando asistía a la morgue de la Escuela de Medicina. Además del poema Lágrimas, inspirado en la muerte de su padre, también escribió Oda ante el cadáver de José B. De Villagrán y Cineraria ante el cadáver de la señora Luz Presa.
El tema del suicidio aflora con insistencia en su trabajo: El Pasado versa sobre la tragedia de una dama mancillada que elige la puerta falsa, orillada por los prejuicios sociales, y llama especialmente la atención el juego de palabras en Dos Víctimas, preludiando su carta póstuma: /Para que a nadie acuse de mi muerte, don Tiburcio Montiel, sépase que me mato, porque quiero dejar de padecer/.
Acuña se llevó consigo hace 145 años las razones de su temprano deceso, pero en su efímera existencia nos dejó un impresionante legado literario y poético. José Martí lamentó: “¡Lo hubiera querido tanto, si hubiese él vivido!”
Hoy, ante un cadáver que yace en la Rotonda de los Coahuilenses Ilustres, lo recordamos con gran orgullo.