En el mundo empresarial hay operaciones de fusiones y adquisiciones todo el tiempo.
Se estima que el monto global anual de estas transacciones equivale a casi 4 veces el tamaño del PIB anual de México. También hay muchas empresas que prefieren buscar crecimiento orgánico, a través de los años, siguiendo su plan de negocios en lugar de crecer a través de una adquisición. En el caso de quien compra una empresa, se logran ciertos objetivos estratégicos en menor plazo y se supone es, al precio correcto, una opción preferible o más atractiva que trabajar en replicar las inversiones y estrategias de mercado que en un cierto número de años los lleve a tener las ventajas que le ofrece hoy comprar a otra empresa. Así, hay consejos de administración o dueños que deciden por el camino orgánico o por el de las fusiones y adquisiciones, que implica vender parte o la totalidad del negocio o salir a comprar otro. Los motivos son muy diversos. Hay quienes cambian de estrategia o tienen necesidades de efectivo para propósitos distintos y por ello buscan desinvertir ciertos activos o componentes de su negocio. Hay quienes tienen una estrategia o necesidad específica, acompañada de exceso de efectivo o la posibilidad de apalancarse con mayor deuda o inyecciones de capital y deciden salir a comprar otros negocios o activos para lograr los objetivos que el consejo de administración (que representa a los dueños) ha trazado para la administración.
A veces se nos olvida que, en algunos países, como México, hay empresas públicas (propiedad del gobierno) que participan en el mercado y que coexisten y compiten -en cierta forma- con empresas privadas. Durante los últimos 30 años hemos visto cómo distintas administraciones a nivel federal han ido desmantelando el rol del gobierno en empresas que por décadas fueron paraestatales. Desde Salinas de Gortari hasta Peña, pasando por Zedillo, Fox y Calderón, el enfoque fue uno de vender paraestatales y sacar al gobierno de la mayoría de los sectores donde participaba, al tiempo en que la regulación cambiaba para permitir la entrada de otras empresas privadas en ciertos sectores que habían sido protegidos y monopolio del estado. Sin duda, una visión válida y con mucho mérito pero que, todo indica, fue ejecutada de una forma en la que se sembraron muchas dudas acerca del valor de venta, los destinatarios favoritos de las nuevas leyes y ventas, las relaciones personales, políticas y de negocios de quienes fueron partes en las operaciones de compra-venta. Así, de los años noventa para acá, vimos como florecieron grandes fortunas, llegaron inversionistas extranjeros a ciertos sectores, legislaturas aprobaron, con mayor o menor nivel de prisa y atención al detalle, leyes y reglas que entregaban la propiedad, el usufructo o el manejo de ciertas actividades a entidades privadas. Así, bancos, aerolíneas, telefónica, carreteras, ferrocarriles, acereras, mensajería, espectro radioeléctrico, sistemas de agua y drenaje, aeropuertos, exploración y distribución de hidrocarburos, generación de energía eléctrica, entre otros, pasaron de ser actividades de empresas paraestatales a grandes negocios privados que, uno supondría, tuvieron una apropiada contraprestación por su privatización, por la concesión o por el derecho de uso o participación en dicho mercado. Para quienes nos convertimos en adultos a inicios de los noventa, y que no formamos parte de uno de esos sectores y mucho menos fuimos favorecidos con alguna privatización, concesión o ley a modo, la experiencia privatizadora mexicana se siente mucho más que hueca. Después de todo, pasamos de clientes cautivos y “dueños psicológicos de algo” a ser solo clientes cautivos de empresas privadas, casi siempre con excesivo poder de mercado. Así, podemos ver que pagamos cuotas de peaje, derechos de uso de aeropuertos, tarifas aéreas, costos de ferrocarril, comisiones bancarias, costos de internet, entre otros servicios, altos comparados a otros mercados de nuestro tamaño. Todo con la aprobación y la bendición del gobierno y sus entidades reguladoras chimuelas.
Esta semana, AMLO nos quiso vender la idea de que “nacionalizaron”, a cambio de $6,000 millones de dólares, plantas de generación eléctrica de la española Iberdrola. Se apareció con una sonrisa amplia y con un esquema creativo donde la entidad que compra es privada, pero en realidad es un prestanombres de la CFE. Si lo que se quiere es corregir un error del pasado, hay que decirlo así y no sólo, por capricho, mandar imprimir camisetas, o peor aún, hacer una caja china extremadamente cara de la “segunda nacionalización” del sector eléctrico. ¿La CFE va a operar mejor esas plantas y podrá ofrecer más energía a precios más competitivos? ¿Por qué es que a muchos nos cuesta trabajo asimilar la presencia de alguien como Manuel Bartlett en esa mesa donde se hizo el anuncio? ¿Será una caja chica, para variar, y no solo china? ¿Por qué pareciera que AMLO y Bartlett no pueden esbozar claramente el objetivo de esta compra más allá de eslóganes baratos y rancios de “nacionalización”? ¿Serán ellos los negociadores adecuados para esta transacción? ¿Qué le dirían a su consejo de administración?
El aplauso vendrá cuando haya más energía, más barata, más limpia, menos apagones y menos ideología hueca.