Cámara escondida

Hace poco recibí por redes sociales un video sobre un experimento muy singular realizado en un centro de investigación europeo. Una investigadora invitaba a un niño a pasar a una habitación vacía, salvo por una silla esquinada, una diana en la pared y algunas pelotas de velcro justo atrás de una línea pintada en el suelo.

La mujer le explicaba las reglas del juego al niño. Éste se quedaría a solas en el cuarto y tendría que lanzar las pelotas al blanco desde atrás de la marca. Del número de aciertos dependería la cantidad de dulces a recibir como premio.

El experimento se repitió con varios menores. En todos los casos, el resultado fue el mismo: sintiéndose solos y desconociendo que había una cámara escondida, todos los niños traspasaron la línea hasta una posición que les asegurara lanzamientos exitosos.

Acto seguido, la investigadora regresaba a la habitación, los felicitaba por sus aciertos y les preguntaba si habían hecho trampa. Ante la negativa de los menores, les pedía repetir los lanzamientos, advirtiéndoles, antes de abandonar el salón, que en esta ocasión en la silla habría un “hombre invisible” observándolos.

Los niños resultan no ser tan niños. Sus miradas incrédulas demostraron que no se tragaron el cuento, aunque todos terminaron respetando las reglas del juego.

Queda claro que nos comportamos mejor cuando nos sabemos observados, sobre todo si hay una consecuencia. Pero ésa no es la novedad. Recuerdo que hace 20 años en Ciudad de México no se respetaban los rojos ni las vueltas prohibidas, y el Periférico era una pista de carreras. Ahora, gracias a las cámaras, priva una mayor civilidad vial.

Lo relevante en este caso es que no necesitamos de la instalación de costosos equipos para comportarnos honestamente y sacar a flote lo mejor de nosotros mismos. Es suficiente con creer que alguien nos observa, alguien a quien no queremos defraudar, así sea un ente etéreo, divino o imaginario.

Los practicantes de alguna religión pueden encontrar esa omnipresencia en su dios. Aunque no todos son creyentes, o lo son a medias, los que sí profesan tienden a un mejor comportamiento por temor a un castigo en la otra vida. Sin embargo, el materialismo y los avances tecnológicos han debilitado enormemente la fe.

Para evitar más su deterioro, fortalezcamos nuestros valores. Enseñemos a nuestros hijos que siempre habrá alguien observándonos: no un superhéroe invisible, no una entidad divina, no una cámara escondida, sino nosotros mismos; y a nosotros mismos somos a la persona que menos debemos defraudar. Solo así tendremos una sociedad más honesta.

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