Hablar es más que un ejercicio comunicativo actual, es histórico. Traemos del pasado, sabiendo o sin saber, mediante palabras aquello que significa algo. Gracias a esa memoria sostenemos en el léxico la riqueza de contener lo más sublime y lo más grotesco. Las palabras son vehículos eficientes de transmisión emotiva, racional, afectiva y discrecional.
Hemos heredado frases memorables, esta es la historia de una de esas frases que han logrado rebasar los tiempos y las edades de quienes la pronunciaron. Roma fue un imperio cuyas transformaciones políticas han construido la consciencia de muchos pueblos posteriores, uno de esos cambios fue el abandono de la monarquía por el sistema republicano. El último de los monarcas, Tarquino, a quien llamaban el soberbio y que justificaba ampliamente su mote, fue expulsado del trono. Pero Tarquino era Etrusco y obtuvo el apoyo de Lars Porsenna quien acampó con su ejército en la colina del Janículo listo para atacar a Roma (Roma tiene una larga historia depositada en sus colinas, la mayor era el capitolio y la más recurrida el vaticano, por aquello de que ahí moraban quienes vaticinaban el futuro de la ciudad).
Roma vivió la desesperación de saberse sitiada. Sobre el temor siempre aparece el valor, mismo que se apoderó de un espíritu noble, como nobles son los que aún no han visto suficiente. Fue un joven quien demostró el coraje en la batalla. Mucio se ofreció ante el senado para asesinar a Porsenna, ante la burla de los honorables oficiales le fue otorgado su deseo. Mucio se preparó, guarecido por la noche, para internarse al campamento enemigo. El primer episodio de la historia parecía arrojar un triste final, pues el valiente erró su plan y sólo alcanzó a asesinar a uno de los escribas, apresado inmediatamente fue conducido ante Porsenna. Con voz grave y temible el opresor habló sancionando al joven con las más duras penas que su imaginario le permitía, el fuego entre ellas, pero el héroe alzó su voz y con atinado acento declaró: “Soy ciudadano Romano y me llamo Cayo Mucio, soy tu enemigo y solo quise matar a un enemigo que nos daña sin lograr ventaja propia. Puedes torturarme, abrasarme y matarme, y no temo al fuego ni a la muerte pues tú vas a morir. Pues en Roma somos muchos los conjurados por el gran honor de matarte, no tememos al fuego ni a nada, mira…”, y acercándose al ara con fuego, Mucio puso su mano sobre las ascuas y las llamas, la dejó consumirse sin un solo gemido. Cuenta la historia también que Cayo Mucio declaró mientras su carne era quemada “Poca cosa es el cuerpo, para quien sólo aspira a la gloria”.
Lars Porsenna vio la escena aterrado y admirado, perdonó la vida del joven y temiendo al ejército romano levantó su campamento y olvidó su alianza con Tarquino.
Los Romanos llamaron a ese joven Mucio Escévola (Mucio “el zurdo”, bien pudieron haberle dicho el valiente, el glorioso, pero parece que las consecuencias siempre se ven mas fuerte que las motivaciones) los historiadores narran su historia por muchos años recordando a aquel que “puso su mano al fuego” por otros que anhelaban la libertad. Así fue un acto heroico el del primero que puso las manos al fuego por alguien más, porque cierto es, que para recomendar a alguien valor, humildad y madurez necesitamos.