Pocos acontecimientos son tan celebrados por la sociedad como la llegada de un bebé. Ahora que, después de muchos años, volví a los pañales, a los biberones y a las desveladas con la llegada de mi hijo Leonardo, pude revivir esos momentos de alegría y compartirla no solo con los familiares y amigos, sino con un círculo social más amplio.
Al nacer un bebé se activan ciertos comportamientos y aparecen instintos especiales. La madre se vuelve más protectora, cautelosa y sensible. Vuelve a un estado permanente de alerta que detecta peligros y amenazas que podrían poner la vida de su crío en riesgo. Alguna fuente desconocida la dota de una energía vital para poder soportar los desvelos y el desgaste físico propio de la maternidad.
El padre se vuelve más consciente y responsable. Su papel de proveedor del hogar lo obliga a madurar y a correr menos riesgos, sobre todo los sanitarios en épocas como las actuales. Se busca más estabilidad y menos aventura, más familia y menos fiesta.
La sociedad también muestra cambios y juega un rol importante. Conforme el ser humano ha evolucionado a través del tiempo ha modificado su fisionomía. La ingesta de proteínas en mayor escala trajo como consecuencia la expansión del cerebro, y el abandono del andar en cuatro patas causó el ensanchamiento de la pelvis: mayor tamaño y menos espacio a la hora del parto.
Ante estas circunstancias, la sabia naturaleza tuvo que adelantar los nacimientos de los bebés y dejar que su desarrollo culminase fuera del vientre materno y bajo la vigilancia de sus padres, sus familiares y la sociedad en general. La mayoría de los seres vivos se vuelven autosuficientes e independientes al poco tiempo de nacer, mientras que al humano le lleva más de una década conseguirlo. Nuestra principal ventaja como especie se convirtió en una debilidad, que ha podido ser subsanada gracias al cuidado que los padres tienen de sus hijos y a la protección que las sociedades dan a su niñez.
Por eso nos indigna de forma especial cuando nos enteramos de algún caso de abuso infantil, cuando conocemos que la delincuencia organizada ha reclutado menores de edad o cuando vemos a una niña desnutrida en la calle. No hay nada que nos agravie más como sociedad que cuando se meten con nuestros niños; no hay nada que nos duela más que saber que le hemos fallado a nuestros hijos.
Cuando llega un bebé es motivo de júbilo y felicidad, pero también debiera ser de reflexión e introspección. Cuando nace un nuevo integrante de la comunidad ésta renueva esperanzas, pero también debiera regenerar su compromiso con la niñez. Una sociedad que falla en proteger a sus infantes está condenada al fracaso. Un país que equivoca su estrategia educativa y de valores para sus niños ya no tiene nada más en qué equivocarse.
A veces se nos olvida lo importante que contar con una niñez educada, protegida y con valores no solo para el progreso de una sociedad, sino para nuestra sobrevivencia como especie. Acontecimientos, como la llegada de Leonardo, nos lo recuerdan.
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