A menos de 20 días de que concluya el período llamado de intercampañas, una decisión del Tribunal Electoral abrió la posibilidad de un debate entre candidatos presidenciales antes del 30 de marzo, y con ello, dos candidatos entusiastas quieren sumar un evento de ese tipo a los tres que el Instituto Nacional Electoral organizará durante el proceso.
Después de la decisión del Tribunal, el primero que salió a convocar fue José Antonio Meade, el candidato de la alianza PRI-PVEM-PANAL, “en cualquier foro que el resto de los contendientes escoja”, variación de la bravata tradicional donde quieran y cuando quieran.
Le siguió el de la alianza PAN-PRD-MC, Ricardo Anaya, más pendenciero, acusando a su adversario de Morena-PES-PT, Andrés Manuel López Obrador, de haber pactado impunidad con el actual gobierno y apelando a lo macho: “vamos a ver si tiene las ideas, el valor y los pantalones”.
Podríamos entretenernos en el tono y la elección de vocablos sexistas, especialmente de Anaya. Pero ante un debate, lo más probable es que sea –para usar su léxico pedestre— alguien con faldas quien lo ponga en su lugar.
En el fondo, el asunto puede ser una celada y remite a 2006, cuando López Obrador no quiso asistir al primer debate, llevando la ventaja en las preferencias electorales, una decisión a la que algunos analistas atribuyen parte de su derrota en aquella primera postulación que el tabasqueño justificó diciendo que fue por estrategia, ya que había una estrategia mediática para presentarlo como el perdedor del encuentro, algo verosímil en aquel contexto, como también puede serlo hoy.
Anaya y Meade están urgidos de notoriedad pues tienen rechazo interno en los partidos que los postulan y su imagen externa se viene deteriorando. El primero, por los escándalos de corrupción que han detonado en las últimas semanas y que se suman a los negativos que arrastraba por la forma en que tomó la candidatura. El segundo, por el desprestigio que carga de las administraciones a las que ha pertenecido y que se acumula en la falta de identificación con el electorado tradicionalmente priísta.
Con malas condiciones, ambos han puesto al tres veces candidato presidencial en un aprieto del que, en cualquier caso, saldrán ganando. Si López Obrador acepta debatir, puede verse expuesto a un golpeteo discursivo que lo debilitaría cuando apenas están por iniciar las campañas, de manera agravada si en el debate se convida a los independientes con previsible papel de patiños. Desigual la contienda de cinco contra uno.
Si rechaza el desafío, como ya anticipó diciendo que sólo acudirá a los tres del INE, lo exhiben como cobarde que ese tono ya tiene el reto con aquello de “ el valor y los pantalones”, realizando el debate sin él o cancelándolo y sobrepublicitando su negativa.
El momento es inmejorable para Anaya y Meade, que llevan tres semanas de desgaste por acusaciones cruzadas de corrupción. A diferencia de otras ocasiones, López Obrador se ha mantenido prudente, llamando a mantener la estabilidad del proceso, respondiendo suspicaz cuando es aludido, e inclusive, permitiéndose un “guiño” al priísmo peñanietista.
El debate de intercampañas es asunto de estrategia, pues no se trata de discutir la relación con Estados Unidos y la economía, la violencia, la corrupción, la pobreza ni las problemáticas nacionales. Eso es lo de menos. Lo importante es lavarse un poco la cara y aproximarse al puntero, cercándolo.
(https://notassinpauta.com/2018/03/12/debate-de-intercampanas-un-cerco-a-lopez-obrador/).