Debates electorales (perdonen la amargura).

La organización de dos debates electorales en Coahuila ha elevado la calidad de vida de un sector de la población: aquella compuesta por quienes fueron moderadores.

Véase que no hay nada en contra de las personalidades que se dieron una vuelta a esta entidad para, por su trabajo, recibir buena paga. En ellos no hay culpa: trabajo es trabajo. Otra historia hay para quienes tomaron la decisión de importar moderadores en menoscabo del profesionalismo demostrado por periodistas y académicos con domicilio coahuilense.

Importar moderadores es algo así como un malinchismo institucionalizado. Pero ¿cómo no confiar en los moderadores locales y sí en los árbitros que viven aquí? En una de esas, hasta mensajes por celular comparten con algún partido. Auch.

Lo importante del asunto, me parece, es saber cómo sobrevivir un debate sin que se espanten las ganas de votar. Porque, salvo alguna opinión en contrario, se sumo a la lista de quienes piensan que poco puede derivarse de cualquiera de los dos ejercicios patrocinados por todo Coahuila vía su instituto electoral. Me explico considerando los eventos preparados para la gubernatura.

Si se considera el tiempo destinado al evento en total y se divide entre el número de candidatos, va perfilándose ya un problema. Si a eso agregamos la cantidad de temas por agotarse, el resultado final no puede ser otro: lectura de tarjetas y la combustión del tiempo con impactos premeditados por un equipo especialmente dispuesto para ello.

En esa dinámica, la impuesta por las instancias electorales, lo último que podremos ver es la personalidad real del candidato, sus pensamientos, su capacidad de reacción.

En esto, alguna excepción habrá pero en todo caso confirma la regla.

Y es que en un ambiente acartonado, con candidatos armados al margen de discusiones, el único resultado predecible es el que, ya, hemos tenido a la vista.

¿Habrá quien cambie el sentido de su voto después de ver un debate como cualquiera de los dos recientes?

El público cautivo de esos eventos son los que ya tiene una participación: desde el presidente nacional de un partido político hasta el coordinador certificado pega-calcas (ése al que le dicen que es igual de valioso que todos, pero que nunca tendrá una buena candidatura). Fuera de estos, los demás prefieren asistir a un partido de béisbol o seguir viendo la serie en Netflix.

Una parte importante de los testigos de los debates son los que, ya desde el inicio, tienen la manta que dice “mi candidato es el ganador”. Ahí no habrá construcción de un voto informado, la decisión está tomada y no cambiará por más que se demuestre que su gallo es primo hermano del mismo diablo. Otra parte de la audiencia la compone un selecto grupo autodenominado “analistas”, que sacian un raro morbo al constatar ataques y señalamientos, y coleccionan “likes” por sus ideas filosas en redes sociales. Muy pocos ven esos eventos con ganas de sacarle algo bueno… y terminan camino a casa, cargando la frustración.

Debatir, sin duda, es un elemento de la democracia. Pero eso que vemos no es debate. Confrontar ideas enriquece, cuando las hay.

Perdonen la amargura. Es un poco el tedio de constatar que los debates, como están pactados, no generan demasiado. Un poco eso y un mucho la idea de que puede más una despensa regalada en un ambiente provocado de necesidad que un buen argumento.

Y, aún con esto, hay que salir a votar. No desanimarse. Llevarse a toda la familia.

@victorspena

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