Quienes nacimos antes de los años ochenta, y pusimos algo de atención sobre lo que pasaba a nuestro alrededor, seguramente tendremos una memoria, recuerdos y cicatrices profundas de lo que era el sistema político mexicano cuando solamente ganaba el PRI.
Cuando trato de hacer sentido de mis primeras nociones sobre política y elecciones en México vienen a mi mente personajes como Fidel Velázquez, José López Portillo, Carlos Hank, Gutiérrez Barrios, Manuel Bartlett, Arsenio Farrell y gobernadores de mano dura y omnipresentes (Martínez Domínguez en Nuevo León y Flores Tapia en Coahuila, por ejemplo) que eran como señores feudales puestos ahí por el presidente (rey) para administrar el sistema y repartir(se) el presupuesto. Quienes no vivíamos del presupuesto y no estábamos obligados a aplaudir lo inaplaudible, crecimos con un cierto nivel de desprecio por la maquinaria política de entonces y los personajes encargados del sistema, incluyendo personajes de la IP como el Tigre Azcárraga que solamente procuraban y fomentaban que el sistema (y las cosas) no cambiaran. De pronto, hacia fines de los años ochenta e inicios de los noventa, la oposición, junto con la población, empezó a darse cuenta de que existía una forma de gradualmente romper el dominio y control que ejercía el partidazo sobre todas las esferas de la vida política y económica del país. Surgieron personajes como “El Maquío” Clouthier, Luis H. Álvarez, Carlos Castillo Peraza, Ernesto Ruffo, Francisco Barrio, Carlos Medina Plascencia, Vicente Fox, entre otros, que verdaderamente creían en ser oposición con propuesta y con una doctrina clara y razonable (como lo fue por muchos años la doctrina del PAN). Poco a poco se empezó a convertir en algo plausible que el PRI perdiera elecciones; asientos en el congreso, municipios y después estados estaban cada vez menos reservados exclusivamente para el PRI.
Quiero pensar que los votos que precipitaron el inicio del declive del PRI, y su control absoluto del país por cerca de 70 años, no fueron necesariamente un voto de castigo a un mal gobierno, sino castigo a su falta de criterio al querer instalarse como partido hegemónico y (casi) único por décadas, monopolio de la corrupción. El PRI no supo entender que debía competir por, y no acaparar, el poder político (y el presupuesto). Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que conocí a Vicente Fox en un desayuno en La Hacienda de los Morales en la Ciudad de México; era 1997 y él era gobernador todavía pero todo mundo sabía que se lanzaría como candidato por la presidencia. Era el candidato perfecto para la ocasión y la mesa parecía puesta para no solo “sacar al PRI de Los Pinos”, uno de sus lemas de campaña más efectivos, sino para verdaderamente establecer las bases del cambio que proponía y que el país necesitaba. La historia ya la conocemos, la luna de miel se acabó muy rápido y fuera de cierta disciplina fiscal y arranques de federalismo bien intencionado, pero mal aplicado, al final de su sexenio se había instalado el hartazgo y la decepción a un nivel suficiente para hacer pensar que AMLO podía ganar. Ahí arranca la campaña del miedo y se inventa lo del “peligro para México”. “Haiga sido como haiga sido”, el partido de Fox sobrevive lo que yo considero fue la primera ocasión en que el voto de castigo se volvió relevante en México. Calderón toma posesión (por la puerta de atrás), enfrenta una crisis financiera global en 2008, una epidemia de gripe H1N1, sube impuestos, declara la guerra al narco sin tener un plan, se viste de militar para la foto y su candidata queda en un lejano tercer lugar en las elecciones de 2012. Esa es la segunda ocasión en que el voto de castigo fue con fuerza a las urnas y la primera en que exitosamente pateó al partido oficial fuera de la presidencia. El PAN, a doce años de haber prometido un cambio, un adiós a la corrupción y sacar al PRI de Los Pinos, (mal)manejó todo para regresar al PRI a Los Pinos. Llega Peña Nieto, con sus 40(mil) ladrones, y la reacción de los votantes no se hizo esperar; el voto de castigo fue más fuerte que nunca, ya que ni juntando los votos de los dos últimos partidos que controlaron la silla presidencial alcanzarían siquiera a sumar lo que obtuvo el hoy presidente en su tercer intento.
La próxima semana los mexicanos estamos citados a votar y el nivel de las campañas, las propuestas y los personajes (muchos reciclados) hacen pensar que muchos de los votos de quienes no tenemos puesto en el gobierno, contratos o compadres en alguno de los bandos, votaremos pensando en castigar a alguno de los candidatos o a sus padrinos (AMLO, Fox, Dante) y no por una convicción de que él o ella traen un plan, una propuesta, un equipo, una visión y un tamaño suficiente para hacer algo distinto a lo que hemos vivido los últimos 24 años. Unos han quedado a deber por casi 6 años y fracción; los otros hicieron lo suyo por casi 20.
La frustración de haber pensado, varias veces, que nuestro voto era realmente útil, puede orillar a muchos a simplemente ejercer un voto de castigo y no por un proyecto (que parece no existir) que genere esperanza de que las cosas pueden cambiar y que el país puede transformarse a base de algo más que rollo mañanero. Hemos estado atrapados entre el voto de castigo y el voto inútil y, tristemente, ese ciclo parece no cambiará la próxima semana.