Después del temblor.

A lo largo de su vida, el autor de estas líneas he pasado por varias situaciones de temor y riesgo, pero jamás de la intensidad como la experimentada el pasado 19 de septiembre. Ser sorprendido por un fortísimo terremoto en un séptimo piso, escuchar el crujir de las paredes, sentir el trepidar del suelo y ver cómo se desmoronaba del techo, es un episodio que seguramente cambia la vida a cualquiera.

En los primeros de los 80 segundos que dura el sismo, el instinto de supervivencia se impone y todo el personal en la oficina corre espantado. Casi enseguida, protección civil da indicaciones precisas para reunirse en el punto indicado y posteriormente salir de forma ordenada. Muy asustadas, pero prácticamente ilesas, todas las personas evacuan el impávido edificio.

En la calle reina el caos. Nubes de humo, fumarolas de polvo y un helicóptero que surca el cielo presagian lo peor. El estridente e incesante aullar de las sirenas y la imposibilidad de comunicación con familiares multiplican la desesperación, la impotencia, la angustia. Los momentos de terror comienzan a ser paliados por espontáneos y solidarios abrazos entre todos, actitud que se replicaría y multiplicaría en toda la ciudad a partir de ese momento.

Justo hacía 32 años, un terremoto mató a miles de mexicanos. La parálisis oficial obligó entonces a la sociedad civil a organizarse. Prestó invaluable auxilio a las víctimas sin el gobierno, achicado ante la magnitud de la tragedia. Ésta siguió consolidándose al paso de tiempo. Divorciada de la esfera oficial, prosiguió su camino, que traería trascendentes aportaciones como la democratización del país.

Hoy ha sido diferente. La sociedad volvió a volcarse a las calles como en 1985, pero esta vez en sincronía con el esfuerzo gubernamental: lo mismo vemos a los “topos” trabajar junto a los marinos, que a la Cruz Roja con los federales; a los centros de acopio públicos abarrotados, alejados de toda suspicacia y duda, y a un incansable Presidente de la República que arenga sobre los escombros, pone el ejemplo, inspira a los rescatistas y fortalece las esperanzas de la sociedad.

La tragedia nos ha unido y pone a flote lo mejor de nosotros. Demuestra que es posible el entendimiento entre órdenes de gobierno sin distingo de colores, que sociedad y gobierno pueden trabajar tomados de la mano, y que si bien persisten intereses y expresiones oscuras y mezquinas apostándole a la división y al encono, son cada vez menos.

No paremos este impulso que nos puede llevar al lugar que merecemos.

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