(04/08/2016 | Por. Acción Familia | Categoría: Familia tradicional).
La familia está siendo atacada de modo sistemático. Todos los días oímos hablar de nuevas iniciativas para debilitar, para desacreditar y obstaculizar a los que la defienden.
En menos de cinco años, entre un cuarto y un tercio de los habitantes de ese país sin familia murió.
Hay muchas formas de atacar a la familia: quitándole funciones y confiándolas a otras instituciones; disolverla, afirmando que todas las formas de cohabitación y unión son “familia”; desvinculando la procreación de la relación entre un hombre y una mujer; haciéndole difícil su existencia, no apoyándola e imponiéndole cargas; difamarla, presentándola como un lugar de opresión, de discriminación y de violencia, en la que se viola la libertad de la persona. En este momento en el mundo occidental se están usando todas estas formas.
Quien es hostil a la familia está convencido de que sin esta institución la vida humana, la sociedad, serían mejores. De hecho, no hay manera de saberlo, al menos sin recurrir a ejemplos de sociedades sin familia. A diferencia de otras instituciones, que se crearon a medida de que la sociedad se hizo más compleja, la familia nació con el hombre, siempre ha existido.
Pero en realidad ha existido un ejemplo histórico que debería hacer reflexionar a aquellos que ven en la familia un obstáculo para la plena realización de la persona humana y de los valores de libertad y justicia.
El rechazo de la familia y, como es lógico, de la propiedad privada, en nombre de un hombre libre, de una sociedad justa e igualitaria, se transformó en un enorme y aterrador ataque a la individualidad, a la persona, a la vida.
Sucedió una vez que un país pequeño, con menos de seis millones de almas, se encontró de la noche a la mañana, literalmente en pocas horas, privado de la familia: esposos y esposas, hermanos y hermanas, padres e hijos, separados, obligados a vivir en varios asentamientos, a menudo lejos el uno del otro, con la prohibición de comunicarse de cualquier manera y con un castigo severo a la menor trasgresión.
Usted podría ser sentenciado a muerte por haber logrado contactar a su familia en secreto, de noche, sorteando los controles, para estar con ella unos minutos; para llevarle la comida que siempre escaseaba. La única excepción era para los niños de muy corta edad, que aún no se desmamaron, o cuando resultaba conveniente por alguna razón que fueran sus madres para cuidarlos, por ejemplo, si se enfermaban. La condición, sin embargo, era que las tareas necesarias no se convirtieran en ocasión para emociones, expresiones de afecto y de ternura.
Durante las reuniones ‒una especie de grupos de concienciación‒ organizados para acelerar la formación del nuevo hombre que se quería dar a luz, en el cual serían sustituidos los valores equivocados y contaminados. Una madre culpable de haber transgredido las normas, si era descubierta y denunciada, debía admitir la propia culpa (“Es verdad, abracé por un momento a mi bebé que estaba llorando, lo mecí, lo besé, le canté una canción de cuna…”), declarar su pesar y prometer no cometer nuevamente estos errores.
En esa sociedad sin familia, todo fue hecho para aniquilar la conciencia, reducir a los hombres a un estado de inercia intelectual y moral, eliminar los sentimientos y emociones ‒el amor, la compasión, la alegría, la esperanza, la confianza‒ reprimir toda expresión de individualidad. Incluso se prohibió el uso del pronombre personal “yo”: prohibido decir “yo quiero”, “yo voy”, “yo pienso”… en otras palabras, concebirse como un individuo. No fue necesario prohibir el pronombre posesivo “mío”: nadie tenía nada.
En menos de cinco años, entre un cuarto y un tercio de los habitantes de ese país sin familia murió: de privaciones, de fatiga, de hambre, de enfermedad, por las torturas y abusos, a menudo causados por niños y adolescentes convertidos en verdugos despiadados. Muchos fueron ejecutados. Muchos murieron de angustia y desesperación.
El número de muertos fue de entre 1,7 y 2,5 millones, tal vez más aún: un genocidio. El rechazo de la familia y, como es lógico, de la propiedad privada, en nombre de un hombre libre, de una sociedad justa e igualitaria, se transformó en un enorme y aterrador ataque a la individualidad, a la persona, a la vida.
El país sin familia ‒es superfluo decirlo‒ es la Camboya del Khmer Rouge, de Pol Pot, que gobernaron entre 1975 y 1979, imponiendo un régimen totalitario comunista, la República Democrática de Kampuchea.
Anna Bono, in La Nuova Bussola Quotidiana