Vaya noche que nos regalaron la Guzmán y la Trevi a los más de veinte mil espectadores que, en cada una de sus tres presentaciones, asistimos a la Arena de la Ciudad de México a presenciar su show.
Lo rutilante de las estrellas y el rumor persistente de su eterna rivalidad, aderezado con los murmullos sobre la reanudación de hostilidades “backstage”, prometían, de origen, un espectáculo electrizante y una velada para el anecdotario.
Y lo fue. Lo magnético de sus personalidades, lo colorido y variado de sus atuendos, lo preciso de la iluminación y lo envolvente del escenario fueron el complemento perfecto a sus grandiosas y elocuentes voces. Sin embargo, había algo más detrás de todo esto: un halo mágico en el entorno, difícil de explicar.
Sin duda ambas figuras, carismáticas y enigmáticas a la vez, son un derroche de talento. He presenciado sus actuaciones por separado en palenques y auditorios, y aunque muy meritorias todas, lejos quedaron de esta mezcla explosiva.
El fenómeno me obligó a la reflexión y a buscar razones que hicieran del experimento de la confluencia un rotundo éxito. Encontré dos:
La primera es la sinergia, que es la potenciación de dos fuerzas cuando se juntan y se encauzan. Es el valor agregado, producto del trabajo en equipo y el esfuerzo simbiótico; es la suma de capacidades o, para ponerlo en palabras de Mario Benedetti, juntos “en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos”.
La segunda es la competencia. Las comparaciones son odiosas, cierto, pero inevitables en un encuentro de esta naturaleza. La necesidad ególatra de triunfar en el aplausómetro las obliga a esfuerzos extraordinarios, de los que el público resulta el principal beneficiario.
Sinergia y competencia, dos impulsores de éxito, no solo en presentaciones musicales, sino en la política y en la economía, en lo público y en lo privado, en la vida en general.
La competencia nos hace grandes, y la sinergia vuelve exponencial esa grandeza. No les tengamos miedo.