México tiene cerca de 2,500 municipios con sus respectivos presidentes municipales o coordinadores. Tan solo en Oaxaca hay 570 ayuntamientos en los que se eligen presidentes municipales o su equivalente, por elecciones o por usos y costumbres.
En Coahuila, por ejemplo, hay 38, todos electos por votación directa. Podríamos decir que, en los cien o doscientos principales municipios del país, el alcalde es una personalidad. A donde sea que vaya o no vaya el alcalde, lo que diga o no diga, haga o no haga, es noticia. En mi opinión, se puede juzgar si el alcalde o alcaldesa es bueno o malo con varias pruebas rápidas: 1) En las pocas o muchas calles que tiene su municipio, ¿están las líneas divisorias y los cruces peatonales pintados? 2) ¿Están los semáforos sincronizados en su boulevard o avenida principal? 3) ¿Tienen banquetas caminables en las cinco o diez principales calles o avenidas? Si en tu ciudad respondes que sí a tres preguntas, tú NO tienes un alcalde, tienes prácticamente a un héroe de Marvel como alcalde (o tal vez no vives en México). Si la respuesta es no a las tres preguntas, entonces vives en una de las cien o doscientas “principales” ciudades o pueblos de México, donde tener banquetas, semáforos sincronizados o carriles pintados, solamente sucedía cuando llegaba el presidente Salinas de Gortari o alguno de sus antecesores para una gira de trabajo. Esa es la realidad de México. Los alcaldes, aún los más efectivos, preparados y bien intencionados, tienen los dados cargados en su contra al ser, casi siempre, fichas en el tablero del gobernador en turno, cuando son del mismo partido, o piedras en el zapato del gobernador cuando son de oposición. El sistema está (mal) diseñado para dejar los servicios primarios y las necesidades de las ciudades (seguridad, vialidades, alumbrado, agua, drenaje, basura) al final de la lista de prioridades de los políticos y los partidos que mandan a nivel nacional, cuando esto debería ser al revés. El alcalde es el que más figura relativo a su poder entre los servidores públicos metidos en la política. Generalmente cargando con una larga lista de necesidades de sus ciudadanos y con un presupuesto insuficiente y dependiente del gobernador en turno y de participaciones federales. A los alcaldes no los dejan, pero a ellos tampoco les gustaría, tener más influencia y participación en generar ingresos acordes a las necesidades de su ciudad o pueblo. También, con frecuencia se distraen con aspiraciones futuras. Las constantes elecciones solamente agravan el problema y aumentan el desperdicio. Las curvas de aprendizaje son inefectivas y el dispendio de los pocos recursos disponibles se va en promoción de personas y candidatos. Nos guste o no, esto describe lo que sucede en casi todo el país. Y por eso debería de sorprendernos que en pleno siglo veintiuno y viendo la poca efectividad de la gran mayoría de los alcaldes (por ellos y por el sistema), se les siga rindiendo pleitesía a donde quiera que vayan. Se les invita a cortar un listón cuando se inaugura una empresa o negocio y con frecuencia secuestran el evento (si es que no está el gobernador) para saludar con sombrero ajeno y promocionarse. Se sienten y se les hace sentir el centro de atención cuando, con mucha frecuencia, no es gracias a ellos sino a pesar de ellos (y sus burocracias) que las empresas y negocios se instalan en sus ciudades. Seguro habrá excepciones, pero el país está saturado de administraciones municipales quebradas (moral y económicamente), burocráticas y desordenadas. De ahí emanan muchos de los problemas de convivencia, civismo y desarrollo de México y no se podrá transformar nada si primero no transformamos el rol, el sistema y las expectativas que hay sobre los alcaldes.
No sé cuántos pueblos o ciudades en Estados Unidos califiquen para tener un alcalde o el equivalente al presidente municipal que conocemos en México. Allá se organizan un poco distinto. Tienen gobiernos estatales, condados, ciudades, localidades, pueblos. Las formas y las reglas varían de estado a estado, ya que en Estados Unidos la República es verdaderamente federal. En muchas de las ciudades de cierto tamaño existe, además o en lugar del alcalde, la figura del “City Manager” quien es el responsable de las operaciones diarias de la ciudad. Esta semana tuve la oportunidad de asistir a una inauguración de un proyecto inmobiliario en la ciudad de Auburn Hills, Michigan, localizada a unos 50 kilómetros de Detroit y donde trabajo desde hace más de 14 años. Durante el evento, sin darme cuenta de que él era el alcalde, saludé a Kevin McDaniel, quien lleva 10 años (empezó a los 34) como alcalde. Cuando le tocó cortar el listón me enteré de que él era el alcalde y después investigué que, junto con el City Manager (Thomas Tanghe, que también lleva casi 10 años en su puesto), manejan un presupuesto anual de $62 millones de dólares para una ciudad de 25,000 personas (el presupuesto de Saltillo es 3 veces más grande para atender a 1 millón de personas). Ellos no son electos por los ciudadanos, sino por un Consejo Ciudadano que sí es electo. Así se da continuidad y profesionalismo a la administración de la ciudad.
Ambos presentes en el evento, solo al alcalde le tocan las tijeras, con bajo perfil, orgullosos de que su ciudad atraiga inversiones y viendo cómo ayudar. Mientras, los inversionistas me dicen que la ciudad hizo todo por apoyarlos con trámites, autorizaciones, lineamientos. Ninguno de ellos está en campaña, los reelige el Consejo Ciudadano. Un verdadero círculo virtuoso.