Vivimos en una sociedad que siente una profunda aversión a los límites, a aquellas fronteras que se interponen entre lo que un yo quiere en relación a lo que quiere. Escuchamos a diestra y siniestra que los límites entorpecen, asfixian, y que, precisamente, limitan la propia libertad. En consecuencia, se dan por tierra junto con cualquier tipo de autoridad y ley.
Ahora bien, ¿por qué ese desprecio al límite? ¿De dónde nos viene esta sensación de ahogamiento? ¿Cuál es la causa de tal rechazo?
Podríamos decir que la fuente de este sentimiento es tan humana y antigua como el hombre mismo, asociada a algo tan natural como la necesidad de supervivencia. No obstante, en el presente se encuentra de alguna manera pervertido o cambiada. En otras palabras, la necesidad de supervivencia ha tornado en deseo de supremacía, y aquí la cuestión cambia radicalmente.
El límite es a la vez algo fundamental y natural. Sin límites no habría diferencias, todo sería lo mismo disuelto o asimilado en un caos cierto o en un posible orden incierto. El ser humano a partir de la modernidad ha soñado, y continua haciéndolo, que es pensamiento puro sin cuerpo, pura posibilidad, puro deseo, puro poder. El hombre cree que todo lo puede y que en esto consiste su libertad, en la ausencia de cualquier tipo de obstáculo que se le presente en su «camino», cualquier límite. De allí que la autoridad y la ley le resulten no solo ajenas sino simple y llanamente enemigas.
Sin embargo, el límite es indispensable para la vida y la libertad. El límite, y por extensión la ley, protegen, congregan, ordenan, cobijan. ¿Qué sería el contenido sin el continente? Pensemos, por ejemplo, en un vaso de agua. ¿Qué sería del agua sin el vaso? Seguramente un charco sobre la mesa o el suelo. ¿Y nosotros? ¿Qué sería de nosotros sin el límite de nuestra piel?
A propósito he llevado la reflexión a los límites de lo físico. El límite es lo que separa al agua del vaso, al vaso de la mesa, a la mesa del suelo, a todos del aire y a todo eso de un ser humano parado frente a una mesa con un vaso de agua. Sin los límites no podríamos hablar ni de agua, ni de vaso, ni de mesa, ni de suelo, ni de aire, ni de hombre. Sin límites no habría ni un yo ni un tú, en consecuencia, directamente no habría yo.
Curiosamente el hombre piensa que todo lo puede, pues bien, ¿por qué no sale volando sin la ayuda de ningún artefacto tecnológico, por qué no respira bajo el agua, por qué no se transforma en lo que quiera a voluntad, por qué no puede hacer aparecer lo que desea de la nada, por qué no puede hacer simplemente lo que le venga en gana? Y la respuesta es sencilla, porque existen límites. La naturaleza, la corporalidad es un límite natural recientemente olvidado. El hombre moderno soñó con ser puro pensamiento, y el ser humano actual cree que lo es.
Todos nos hemos enfermado alguna vez y hemos tenido la desazón del límite real y concreto. Así como no tenemos alas para volar ni branquias para respirar bajo el agua, cuando nos enfermamos el cuerpo nos limita en alguna medida, algunas veces y durante las enfermedades más graves, este límite puede ser verdaderamente constrictivo. Sin embargo, ello no significa que…
…hayamos perdido la libertad. Porque la libertad no es hacer lo que deseemos. Ser libre no es pura posibilidad en su materialidad concreta. Hasta la pura posibilidad se encuentra asediada por los límites de la realidad. Negar esto es negar la realidad misma y de allí ya nos corremos a otros ámbitos totalmente distintos y oscuros a la razón.
Sin límites no es posible la libertad, porque ser libre es elegir entre lo posible. Esto es la vida. La planta no puede ser ave, el hombre no puede ser árbol, y el perro no puede ser hombre. Sin límites no habría diferencia sino pura disolución. El límite otorga identidad. Sin identidad no hay diferencia y sin diferencia no hay identidad.
Aquellos que confunden, adrede, autoridad con autoritarismo, pregonan precisamente esto, a saber, la disolución o, desde su comprensión de la realidad, la asimilación. La autoridad bien entendida es servicio. Esto es, atención a las diferencias particulares, coordinación, ordenamiento y sincronización en vistas al bien común. Esta comprensión de la autoridad se caracteriza por el respeto, la caridad y la paz, por el trabajo y la entrega a y por el otro.
El autoritarismo es otra historia cuyas consecuencias se encuentran narradas en todos los libros de historia que señalan lo acontecido, particularmente durante el siglo XX. Es la expresión más acabada del egoísmo humano, del deseo de poder extremo y de la realización concreta del pensamiento puro, de que el hombre, el yo, lo puede absolutamente todo. El autoritario quiere la disolución del límite y la asimilación del otro a sí mismo, eliminando toda oposición u obstáculo para obtener lo que quiere, esto es, ser absoluto, en otras palabras, no tener límites. Los otros son obstáculos, la ley es otro límite, y cualquier autoridad distinta a sí mismo es incómoda y asfixiante. Para el autoritario el límite es inaceptable.
El resultado de este sueño moderno devenido en pesadilla contemporánea es que en el «genoma» del hombre contemporáneo se encuentra como «gen» predominante el de dictador autoritario con aires de superioridad no sólo frente a la ley sino frente al límite más fundamental de todos, la realidad.
Los límites no son sólo naturales sino que son necesarios. Con ellos crecemos desde pequeños y la sociedad contemporánea nos va haciendo creer, a través de un «ejército móvil de metáforas» que no existen, disolviéndolos a ellos y asimilándonos a nosotros. No olvidemos que el límite nos contiene, nos cobija y nos protege. Sin límites no seríamos lo que somos. Los límites no nos hacen ni mejores ni peores, nos hacen diferentes. La diferencia es natural, la asimilación es autoritarismo. Los límites son parte de la realidad y lo queramos aceptar o no todos tenemos límites. Sólo es verdaderamente libre quien acepta los límites, los respeta, y los hace propios.
Finalmente, la no existencia del límite no sólo es inaceptable sino que es imposible y nociva para la humanidad.