Recién concluía la licenciatura en Economía cuando, por recomendación de mi padre, leí el libro “El horror económico”, de Viviane Forrester. Su lectura me dejó petrificado. Venía de aprender las teorías económicas más modernas, que condicionan el crecimiento y el desarrollo económico a las inversiones y al progreso tecnológico.
El texto de la escritora francesa se publicó en 1996 y mereció el Premio Médicis de Ensayo. Sus conclusiones eran apocalípticas: el trabajo del ser humano ya no es fuente de riqueza, y el sub y el desempleo seguirán creciendo conforme lo haga la tecnología. Se trata, y es lo peor del caso, de un fenómeno irreversible e inevitable.
La inquina de Forrester hacia el modelo capitalista es notable y su agresividad contra la globalización, profunda, quizá consecuencia de su desesperación e impotencia al haber padecido en carne propia las consecuencias de su propia teoría: su hijo se suicida tras ser despedido como parte de un recorte para mejorar eficiencias.
Los cajeros automáticos o las máquinas expendedoras de golosinas son apenas la punta del iceberg de la profecía “Forrestiana”. La automatización, la mecanización, la robotización y la inteligencia artificial en los procesos industriales y comerciales, y los avances tecnológicos en general, hacen cada vez menos indispensable el trabajo humano.
Los conflictos decimonónicos, las guerras de independencia, las revoluciones socialistas, las luchas civiles, todos estos eventos tuvieron como raíz las injusticias causadas de la explotación del hombre por el hombre. Ahora es mucho peor. Al hombre y a la mujer ya no se les explota, se les ignora.
Las masas que se revelaron en el pasado tratan ahora de hacerse visibles buscando el control político mediante una estrategia inversa. Las decisiones, aparentemente irracionales tomadas por las principales potencias del mundo, como Estados Unidos al llevar a Trump a la presidencia o el Reino Unido al abandonar la Comunidad Europea, son los estertores de una masa relegada que busca demostrar su poder político como última instancia antes de desvanecerse en el ostracismo.
Como escribe el filósofo israelita Yuval Noah Harari en su más reciente texto: “Quizá en el Siglo XXI las revueltas populistas se organicen no contra una élite económica que explota a la gente, sino contra una élite económica que ya no la necesita. Ésta bien pudiera ser una batalla perdida. Es mucho más difícil luchar contra la irrelevancia que contra la explotación.”
Sin embargo, más que una catástrofe, veo una oportunidad: llegar a un acuerdo global, con políticas públicas correctas e incentivos adecuados, para reducir las jornadas laborales, y, sin demérito del empleo ni del ingreso, poder dedicar más tiempo a la familia, al esparcimiento y a la búsqueda de la felicidad. Si no, ¿a qué vinimos al mundo?