Nuestra idiosincrasia nos ha hecho creer que las grandes invenciones y creaciones sólo pueden ser obra de mentes brillantes y genios espontáneos que abandonan repentinamente el anonimato para ocupar un lugar en la historia: una iluminación repentina, inspiración mágica o momento de ¡Eureka!
Esta forma de pensar nos coloca en un dilema perverso: la resignación que responsabiliza a la naturaleza por la aparente falta de talento o la espera abúlica a que se atraviese una musa en el camino. Lamentable idea arraigada en el subconsciente colectivo, atizada por el inexorable temor a lo nuevo instalado ahí mismo.
La creación no tolera atajos ni es fruto de un momento de inspiración.
Es producto de una vida consagrada al trabajo y al esfuerzo, de noches en vela, de fines de semana lejos de la familia y cerca del taller, de pestañas quemadas en los libros y no en las redes sociales, de reuniones frecuentes con colegas y no con amigos, de jornadas monótonas, intensas y absorbentes.
Tomás Alva Edison sólo pudo inventar la bombilla eléctrica después de mil intentos; los hermanos Wright lanzaron su primer vuelo exitoso después de intentarlo por años; Henry Ford comercializó su primer modelo de vehículo después de fracasar decenas de veces.
En las artes no es diferente: Kandinsky, uno de mis pintores favoritos, tardaba meses planeando, diseñando y ejecutando sus obras, aunque la aparente espontaneidad de sus trazos sugieran otra cosa; Mozart, a diferencia de lo que se piensa, hacía bosquejos de sus sinfonías, las revisaba y corregía constantemente. Incluso, cómicos de la talla de Charles Chaplin o Cantinflas comenzaron sus andanzas en carpas ambulantes y fueron perfeccionando su método con la práctica y el tiempo.
A pesar que las sociedades han intentado siempre segregar y clasificar a los seres humanos por sexo, raza, origen y religión, y atribuir su capacidad intelectual a ello, se ha demostrado mediante estudios que no existe ninguna diferencia evidente, y salvo alguna discapacidad, todos los humanos tenemos exactamente las mismas posibilidades.
Entonces, ¿por qué los japoneses registran 125 patentes por cada millón de habitantes y los mexicanos menos de una? ¿Por qué alrededor de 200 personas de ascendencia judía han conquistado el Premio Nobel y únicamente 3 mexicanos han recibido el galardón? Muchas son las causas, sin duda: la pobreza, la falta de educación, el miedo al fracaso, las dificultades de acceso al crédito, nuestra cultura pasiva y principalmente, el mito de la genialidad.
Crear es un proceso natural al ser humano, inventar es una necesidad de la especie inscrita en nuestros genes; pero también es natural la aversión a lo nuevo porque implica incertidumbre, cosa que va en contra de la conservación de la especie.
El secreto es estar conscientes de esta dualidad en apariencia contradictoria y vencerla.