Los muros son símbolos inequívocos de divisionismo cultural e intolerancia política. El de Berlín cayó en 1989 y marcó el inicio de una nueva era para la Humanidad. Con más de 120 kilómetros de longitud, representaba la línea divisoria entre dos regímenes económicos en pugna. El muro no detuvo el éxodo berlinés. Sólo fue una fortificación para francotiradores apostados en las torres de vigilancia y los piquetes de soldados que la patrullaban.
Quizá por ese simbolismo exacerbado, o la insistencia de Trump sobre la construcción de una muralla que separe nuestra ya de por sí dividida frontera, hemos centrado ahí nuestra atención y reducido a eso su potencial amenaza.
El asunto del muro es un distractor. Construirlo, mantenerlo y vigilarlo es una empresa nada sencilla ni barata. Es más, de concretarse, creo que más bien nos beneficiaría a nosotros. Por supuesto que pensar en que México pagaría su construcción es un disparate. Pero sí se utilizarían materiales de nuestras cementeras, canteras, bloqueras y, sobre todo, nuestra mano de obra, generando una importante derrama económica. Además, seguro estoy, antes de terminarlo nuestro ingenio ya habría encontrado mil y una maneras de burlarlo.
No, el muro no es el problema. El problema es la intención de cancelar el Tratado de Libre Comercio manifestada por el ignorante de Trump, es la propuesta globalifóbica de cobrar impuestos a los capitales norteamericanos invertidos aquí, es la sandez expresada de confiscar las remesas de nuestros paisanos e impedir que las remitan a sus familiares en México, es la postura de deportar a nuestros connacionales. Éste es el verdadero riesgo.
Decía Winston Churchill: “El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”. Cualquier estrategia que encare el problema, busque privilegiar el diálogo y utilice las herramientas diplomáticas para amainar estos riesgos es un esfuerzo que, de verdad, vale la pena.