Siempre los cambios de gobierno, y no se diga los de régimen, son momento propicio para replantear políticas, ajustar programas, fortalecer lo exitoso, sacudirse lo deficiente, mejorar lo mejorable y eliminar lo prescindible en aras de adelgazar el gobierno y generar economías. Los apoyos productivos a fondo perdido constantemente están en el ojo del huracán. Son ponderados por promover equidad y desarrollo, pero a la vez criticados por ser paternalistas y onerosos.
Un mercado de libre competencia garantiza eficiencia y mejores resultados en el agregado, pero no equidad. Por otra parte, el intervencionismo estatal conduce a un rendimiento por debajo del óptimo y a un ingreso global menor, aunque mejor distribuido. Este es el dilema que ha confrontado a los economistas en los últimos siglos.
En este contexto toman relevancia las aportaciones de Kenneth Arrow, el Premio Nobel de Economía más joven de la historia, que vivió en carne propia los terrores de la injusticia al observar a su padre perder su próspero negocio y evaporarse sus ahorros tras la Gran Depresión.
Arrow demostró que la eficiencia y la equidad no son excluyentes entre sí, siempre y cuando se ajuste el punto de partida. A su descubrimiento lo llamó “Teorema de la ventaja”. Imaginemos una carrera de 100 metros planos. Para lograr la eficiencia se requiere el mayor esfuerzo de cada participante; para conseguir la equidad es indispensable el arribo de todos a la meta al mismo tiempo. ¿Es factible alcanzar ambos objetivos?
Una opción es no hacer nada. Los más rápidos y preparados ganarán la carrera; los más lentos y sin condición llegarán al final. Así se logra un resultado eficiente, pero poco equitativo. Otra opción es obligar a los corredores más veloces a ir más despacio y cruzar la meta de la mano con el resto del contingente, solución equitativa pero muy ineficiente, pues echa el talento por la borda.
Sin embargo, hay una tercera alternativa: Ajustar las marcas de salida según la condición y cualidades natas de cada participante para garantizar la eficiencia, pues cada uno hará su mejor esfuerzo, y la equidad, porque todos llegarán al mismo tiempo a la meta. De hecho, algunos deportes aplican ese principio, como el golf, en el cual cada jugador juega con su “hándicap”.
Si lográramos fortalecer los programas de apoyo condicionándolos a proyectos productivos viables y necesarios, y complementándolos con crédito, y la proporción del fondo perdido proporcional a las desventajas del beneficiario, fomentaríamos la eficiencia y la equidad simultáneamente, consiguiendo un resultado óptimo en términos económicos y sociales… Y sortearíamos el temporal cíclico que genera el ancestral dilema.