En colaboraciones anteriores he hablado sobre los registros de la corrupción que se tienen desde tiempos ancestrales y sobre las influencias negativas que reciben los individuos desde los primeros años de vida, tanto en la casa como en la escuela.
Sabemos que la corrupción daña la economía, profundiza la desigualdad y disminuye el bienestar, pero optamos por aceptarla y practicarla. Identificamos a los que la cometen, pero los premiamos con puestos de gobierno y les damos un lugar privilegiado en la sociedad. La condenamos, pero la justificamos. No sabemos a ciencia cierta si todas aquellas conductas que engloba el término de corrupción han aumentado o disminuido a lo largo del tiempo. Pero sabemos tres cosas: Primero, la percepción sobre la corrupción, particularmente la que campea en el sector público, crece año con año. Segundo, en las mediciones de percepción de los problemas que aquejan a nuestro país, la corrupción se ha posicionado como uno de los principales, incluso por encima de la pobreza. Tercero, la impunidad que acompaña a la corrupción se ha mantenido constante: como ocurre con el resto de los delitos, faltas e infracciones en México, los que se definen como actos de corrupción casi nunca se castigan.
De lo que sí hemos sido testigos en las últimas tres décadas, es del incremento en la exhibición de los escándalos de corrupción en las modalidades privada y pública y, dentro de esta última, en los tres órdenes de gobierno, así como en las empresas paraestatales y en los órganos autónomos. Gobiernos y funcionarios de todos los colores partidarios y de todos los niveles jerárquicos han estado inmiscuidos en denuncias públicas que involucran el uso y abuso del poder para beneficio propio. Estas denuncias incluyen, entre otras: desfalcos al erario, sobornos, pagos irregulares, conflictos de interés, desvío de recursos, tráfico de influencias, licitaciones amañadas o facturas con sobreprecio.
Frases como “el que no tranza no avanza”, “Dios, no te pido que me des, sino que me pongas donde hay, yo solito agarro” y otras similares son iconos que reflejan cuan arraigada y aceptada es la cultura de la corrupción en México, hasta convertirse en un acto inconsciente y cotidiano.
En un país en el que se lee tan poco, las redes sociales se han convertido en un espacio de denuncia. Parece que hace falta más que eso, más que la indignación y más que la sola apelación a la ética y la legalidad para que los gobiernos comiencen a tomarse en serio el problema. A estos esfuerzos de los medios tradicionales y de las redes sociales, debe sumarse el conocimiento puntual sobre la corrupción y sus consecuencias.
Ha llegado tan alto el cinismo de algunos corruptos, que a sabiendas de que desfalcaron el erario siguen en la palestra política. El 22 de abril de 2017, el periódico Vanguardia, con soporte del periódico Digital Sin Embargo, publicó que, durante el gobierno de Enrique Peña Nieto, hubo 22 gobernadores del PRI acusados de desvíos por la cantidad total de 258 mil millones de pesos.
El presidente López Obrador ha declarado una lucha sin cuartel contra la corrupción. Sin embargo su estrategia de barrer las escaleras de arriba hacia abajo, es insuficiente para acabar con ella en todos los niveles de la estructura social y política de México. Se requiere generar una nueva cultura de la honestidad, estableciendo reglas muy claras, con una vigorosa reacción del Estado y de la sociedad civil para que los poderes públicos, las entidades y empresas, el sistema educativo, las familias, y la comunidad rechacen a los corruptos y contrarresten enérgicamente su poder con el peso de la ley y con el comportamiento ético.
Hay que combatir la corrupción decididamente, en forma preventiva y positiva, mediante la promoción de la ética y los valores en forma personal y corporativa, privada y pública. Más que mirar a la ética como un conjunto de normas y deberes que se nos imponen desde fuera, hay que asumirla como una convicción profunda que nos lleve a actuar buscando la rectitud de conducta en lo personal, en la organización y en la comunidad. Se trata de actuar en forma ética, como fruto de una adhesión consciente y voluntaria, no de una imposición, sino porque poseemos una conciencia que actúa como brújula de nuestra conducta, con principios universales como referentes.
La ética pública aplicada y puesta en práctica en el ámbito público, debe ser fortalecida hasta lograr que sea inherente en la gestión pública. Que sea parte de la naturaleza de las instituciones hasta lograr que los valores estén asociados directamente a los objetivos y metas de los programas de trabajo.
Se debe enfocar específicamente en la conducta de los servidores públicos (diputados, senadores, alcaldes, gobernadores, jueces, magistrados, funcionarios de mandos medios y superiores, así como personal operativo), actuando de manera similar a ese monstruo de múltiples cabezas; cuando se logra descabezar una trama corrupta, surgen otras. No obstante, pese a ser la Hidra de Lerna un rival poderoso fue vencida por Hércules. Esto significa que si se le combate con fuerza, astucia e inteligencia a la corrupción, existe la posibilidad de que se le pueda vencer.
Rodolfo Garza Gutiérrez