El proceso de transición del poder refiere la entrega de una estafeta a un nuevo mandatario, pero a su vez, como en España postfranquista, deriva de un proceso político-social e ideológico, para que los ciudadanos entiendan la nueva estructura, no solo en la designación de los funcionarios del nuevo gobierno, sino en la tendencia ideológica que representan y la derivación en el ejercicio mismo del poder.
México, después de 71 años de un régimen derivado de un partido de la revolución, se decidió por la primera transición en el año 2000 y 18 años después por otra más, señalada en este caso como transformación.
Para Herman Hesse, la transición es una manifestación del miedo al afirmar: “El hombre no es de ninguna manera un ser firme y duradero, es más bien un ensayo y una transición, no es otra cosa, sino el puente estrecho y peligroso entre la naturaleza y el espíritu. Hacia el espíritu, hacia Dios, lo impulsa la determinación más íntima; hacia la naturaleza, en retorno a la madre, lo atrae el más íntimo deseo: entre ambos poderes vacila su vida temblando de miedo”.
Tal vez su referencia nos haga pensar que las dos grandes transiciones del país, si bien no derivan del miedo, lo hayan hecho del hartazgo y así continuar por un camino oscuro y desconocido que al final derive en la desilusión o en la modorra.
Existe una notoria diferencia entre transición y sucesión y es que en el sistema político mexicano, tanto a nivel federal como a nivel estatal el fenómeno de la trascendencia sexenal es un virus que penetra en las entrañas del gobernante en turno, que lo enfrenta con su destino inminente de dejar el poder y el pensamiento vago de que las cosas no van a resultar mejores a como las había planeado, como si 6 años de administración no le fueran suficientes para dejar un legado.
Si en cualquier sistema político los mecanismos de transmisión del poder son fundamentales para garantizar su permanencia y estabilidad, en aquellos cuya institución principal encarna en un solo individuo, lo son con mayor razón. Tal es el caso de México, donde el ejercicio del poder se ha organizado en un sistema eminentemente presidencialista. El presidente de la República es el centro de las redes del poder y el origen de las decisiones políticas fundamentales; sus funciones y atribuciones rebasan con mucho las de cualquier otra instancia, tanto las definidas en la Constitución como las que con la práctica política ha generado y consolidado. De ahí que la transición de un presidente a otro suponga para el sistema en su conjunto una verdadera demostración de fuerza y estabilidad, aplicándose este concepto a los niveles estatales también.
La inminente sucesión en Coahuila, dará pauta precisamente a ese ejercicio entre el legado y la designación y mostrará con la nominación de funcionarios del primer nivel de gobierno y de los organismos e instituciones autónomas, si se trata de una continuidad del ejercicio anterior o de un nuevo gobierno totalmente autónomo y dueño de sus decisiones y actos.
Podemos darnos cuenta del futuro en el desarrollo estatal a través de esas nominaciones, lo anterior debido a que, ante la nula ideología, que ha quedado atrás para siempre, lo que ha imperado es la imagen y sus slogans políticos.
En esta tierra no hay planes, sino negocios y eso queda claro. La ambición y la acumulación de riqueza personal se han convertido en fines de las administraciones, porque al fin de cuentas la consigna de Hank González es vigente: “Un político pobre, es un pobre político”, aunque hubo unos en esta tierra que se bañaron de oro y aseguraron por 3 generaciones su riqueza. Haya cosa.
A corto plazo a los coahuilenses se nos mostrarán los rostros y perfiles se conformaran al nuevo gobierno y entonces descubriremos la verdadera trama y la clase de ejercicio gubernamental que debemos esperar en el intento que pueda resultar en esperanza o desilusión. Hasta ese día entonces.