Yo siempre creí que la sabiduría intrínseca de la naturaleza se reflejaba en la autorregulación de las especies. Es decir, que la propia especie, en aras de procurar su subsistencia futura, se limitaba en su procreación. Después de investigar sobre el particular, descubrí que las especies no se autorregulan, los espacios lo hacen.
Si dejamos una pareja de conejos en un jardín libre de depredadores al poco tiempo habrá una gran cantidad de ellos. La sobrepoblación no disminuirá su apetito sexual ni limitará su reproducción, solo la escasez del pasto lo hará. La especie regulada no por sí misma, sino por el espacio.
Cada especie tiene como misión genética procrear la cantidad necesaria de individuos para que, considerando los riesgos que cada uno corre de no llegar a la edad reproductiva, dos de ellos lleguen a tener descendencia.
Por ejemplo, los ratones cuentan con una larga lista de depredadores y son presa fácil de ellos, por eso paren muchos, los suficientes para que, dadas las probabilidades de éxito, puedan sobrevivir dos. Los elefantes, por otra parte, tienen pocas amenazas y las posibilidades de que sobreviva una cría hasta la edad madura son altas, por eso nacen tan pocos.
En ambos casos, y en la mayoría de las especies, el ser humano ha alterado tanto las circunstancias naturales que ahora tiene que intervenir para corregir los desequilibrios. En ocasiones, como ha aniquilado a los depredadores naturales de los ratones, ha tenido que asumir el rol de controlador de la especie; en otras, como ha modificado de manera radical algunos hábitats naturales de los elefantes, se ha tenido que erigir en su protector.
Durante milenios, el ser humano fue una especie regulada por el hábitat natural y la disponibilidad de alimentos. Los depredadores, los patógenos y la dependencia alimenticia de la caza y la recolección mantuvieron los niveles poblacionales controlados y estables. Con la evolución, el descubrimiento de la agricultura, el dominio del fuego y los avances medicinales, la humanidad dio rienda suelta a su proliferación, modificando radicalmente los hábitats naturales y rompiendo con el equilibrio ecológico del planeta.
Después de muchos siglos y contabilizando varios miles de millones de personas en el planeta, la especie humana comenzó a tratar de autorregularse mediante programas de control de natalidad y como consecuencia de las preferencias juveniles y la emancipación de la mujer, a tal grado que algunos países europeos exhiben tasas de crecimiento negativas.
Muy tarde. El espacio busca por su cuenta restituir el equilibrio entre la especie humana y el medio ambiente que rompimos siglos atrás. Por eso las sequías, las inundaciones, los temblores y, en general todos los fenómenos atípicos que padecemos. Solo nos queda utilizar nuestra inteligencia para generar un nuevo equilibrio ecológico que convenza a la especie, pero sobre todo al espacio.