Hasta principios de este año, una de las actividades que menos había cambiado con el paso de tiempo era la educación. Poco se habían modificado las técnicas de enseñanza desde que hace miles de años Aristóteles impartía cátedra en el Liceo ateniense a decenas de estudiantes congregados a su alrededor.
Con el correr del Siglo, tres fuerzas importantes comenzaron a moldear un nuevo modelo educativo, como lo observó el semanario británico The Economist hace algunos años: los costos crecientes, los cambios en la demanda y la tecnología disruptiva; y concluyó su publicación con una sentencia lapidaria sobre la educación: renovarse o morir.
La competencia, la globalización y las mejores técnicas de producción han reducido los precios de muchos bienes y servicios, excepto el de la educación. Las universidades buscan maestros altamente preparados y con experiencia, lo cual no es sencillo de encontrar y, por lo tanto, cuesta mucho dinero. Los alumnos son cada vez más reacios a memorizar fórmulas, datos e información que, literalmente, tienen al alcance de su mano en un dispositivo móvil.
Hasta la llegada del Covid-19 los cambios educativos habían sido graduales: plataformas digitales para seguimiento escolar, asesorías virtuales, algunos diplomados a distancia, pocas maestrías en línea. La verdadera revolución será a partir de este año, forzados más por la necesidad que por la convicción.
Por un lado, estos cambios ayudan a democratizar la educación. Al incrementar la cantidad de alumnos por clase se abaten los costos fijos; al transmitir las sesiones virtuales, se lleva el conocimiento a lugares de difícil acceso.
Pero, por el otro, no se ha probado la efectividad didáctica de este formato de estudio. En su “Ética de Urgencia”, saga tardía del éxito literario “Ética para Amador”, Fernando Savater expresa su principal preocupación sobre el empleo de los avances tecnológicos y el Internet en la educación: no dejar morir el espíritu investigativo del alumno. A mi lo que más me preocupa son las tendencias individualistas que se puedan generar.
Parte importante del aprendizaje en el aula es la convivencia con los compañeros de clase, aprendiendo de sus experiencias de vida. Pero, sobre todo, el desarrollo un valor y una habilidad muy preciada: el trabajo en equipo.
Este mundo ya no es de estrellas solitarias ni caudillos ermitaños. El individualismo promueve el egoísmo y los liderazgos no provienen del ostracismo. Si de por sí nuestro país ya adolece de esto. Como ejemplo, solo hay que revisar los resultados olímpicos y observaremos que nos va mejor en las disciplinas individuales.
El éxito se conquista haciendo equipo, y los equipos son consecuencia de la convivencia e identificación de intereses y valores en común. Adaptémonos a los cambios educativos necesarios, pero, por favor, no olvidemos promover el trabajo en equipo de nuestros jóvenes.
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