Vino el Mensajero de la Paz. El pueblo mexicano, ávido de esperanza, le dio una bienvenida apoteósica y lo abrazó con fervor.
Su mensaje, meticulosamente estudiado para cada escenario, fue valiente, intenso, profundo, elocuente. Criticó, sin tapujos, al sistema económico vigente que da cobijo a la corrupción, excluye a los pueblos indígenas y sostiene una lacerante pobreza. Retó al narco de manera abierta. Le leyó la cartilla al clero, advirtiéndole del riesgo de caer en las garras del materialismo.
El Santo Padre se entregó a su gente, se dejó querer. Repartió bendiciones, abrazos, sonrisas… y hasta regaños. Nuestro pueblo, consentidor como ninguno, no escatimó medios. Soportó fríos y sufrió desvelos por escucharlo o, incluso, sólo verlo pasar. Llevó su mensaje hasta un penal, aún y cuando lo recibimos con medio centenar de muertos dentro de uno de ellos y la noticia de la peor masacre penitenciaria en nuestra historia.
Para disgusto de los norteamericanos, habló alto sobre la tragedia de los migrantes; para desazón de los iconoclastas, se sentó a dialogar con la Guadalupana. Imposible abordar todos los temas, pero dados los nuevos tiempos, considero que dos asuntos relevantes quedaron en el tintero, sobre todo en esa dinámica en la que el mensajero se convierte en el mensaje.
El primero está relacionado con el celibato, imposición que va contra natura. Ya en su viaje de regreso, Francisco condenó la consecuencia más monstruosa de esta condición: la pederastia. Los apóstoles escogidos por Jesucristo eran, en su mayoría, hombres casados. Conforme pasaron los siglos, la Iglesia, a través de concilios y bulas, comenzó gradualmente a restringir el sacramento del matrimonio entre sus integrantes por razones no tanto espirituales, sino económicas. Algunos papas, como Pelagio II en el Siglo VI, ofrecieron hacer mutis con los sacerdotes casados mientras éstos no heredarán el patrimonio eclesiástico a su descendencia.
El segundo es sobre una participación más activa de las damas en la Iglesia, cuyas tradiciones y rituales no dejan de ser discriminatorias e incongruentes, propias de épocas pretéritas. La equidad de género debe ser en todos los sectores, incluido el religioso, en donde sin duda las mujeres pueden desarrollar capacidades más allá de la oración, la adoración, la filantropía y la contemplación, y desempeñar cargos superiores en la jerarquía eclesiástica.
No dudo que estas ideas ya germinen en la cabeza del jesuita.
Un papa que abandona la comodidad del solio pontificio para recorrer el mundo con sus casi ocho décadas a cuestas, que tiene ideas renovadoras y habla fuerte, no puede ser sino un reformista.
No ha sido el único. Sin embargo, la Iglesia poco se ha modernizado y cada día crece el riesgo de sufrir un desmoronamiento. Aparentemente existe una rara maldición sobre ellos: o mueren muy rápido por causas sospechosas (como Juan Pablo I) o asumen la tiara papal en las postrimerías de su vida.