Mi primer encuentro con el Poder Judicial de la Federación sucedió en el año de 1984, como nobel litigante del despacho de Don Blas Quintero (la mera pirinola de los amparos en Coahuila).
Tres años antes, el Juzgado de Distrito había arribado de nueva cuenta a la Ciudad, después de aquel castigo que fue aplicado en los años cincuenta del pasado siglo, cuyos efectos originaron que todos los juicios federales, incluyendo los amparos, fueran procesados en la Ciudad de Piedras Negras.
A lo largo de mi carrera legal de casi 40 años he sido testigo del proceder recto de la Autoridad Judicial Federal en materia de protección ciudadana ante tropelías de la autoridad traducida en el juicio de amparo, esto sin hacer loa del proceder de los jueces y magistrados, pero al menos en el papel de defensores del control constitucional han cumplido con su cometido.
Si bien es cierto que en los niveles más altos de la Administración de Justicia, los ministros son propuestos por el Ejecutivo e inducidos por este poder en los últimos dos siglos, la selección de los mismos había obedecido al proceder como litigantes y juzgadores basados en la experiencia en el manejo de las distintas ramas del derecho o en el tecnicismo del proceso civil, penal, administrativo, de amparo o del trabajo lo anterior descrito hasta que arribo la 4T y su vendaval de ocurrencias, que coloco en la suprema corte a ministras afines a la ideología política de morena, sin más requisito que la militancia férrea en ese partido y la amistad con AMLO. (Una ministra sin experiencia alguna en procesos legales ni constitucionales, otra acusada de plagio y la última, esposa del constructor favorito del sexenio).
El Poder Judicial Federal se había convertido en un bastión del equilibrio ante descabellados proyectos del ejecutivo que pretendían saciar el ánimo revanchista de un presidente que había prometido mandar al diablo a las instituciones en 2006 y que durante su mandato y más en los días finales de este, estaba logrando su objetivo.
La justicia en México, a partir de la aplicación de la reforma judicial aprobada en este 2024, se convertirá en un instrumento político del ejecutivo, al que le será muy sencillo condenar a los opositores, pero también al pueblo que eligió a su sucesora.
Esto último en razón a que, al último de los bastiones del constitucionalismo, es decir al juicio de amparo, le fue arrancado el efecto de la suspensión en caso de leyes nefastas y ocurrencias demenciales y eso va a perjudicar no solo los intereses de unos cuantos, sino a la totalidad del llamado pueblo: bueno y sabio, (tomen nota legiones y hordas morelianas que les acaban de dar un balazo en el pie y un pelotazo en la vacuna).
¿Cuál es el destino de la ley con base a esta reforma? Respuesta: la aplicación de la justicia política. Y es que la justicia está íntimamente ligada al desarrollo del poder.
Nuestro mundo no es justo porque históricamente la naturaleza del poder no ha sido la búsqueda de la justicia. Una sociedad será más justa en la medida en que haya encontrado mecanismos efectivos para controlar el poder en todas sus manifestaciones, pero nunca controlando a los poderes de la unión y menos al judicial.
Definir lo justo es una de las cuestiones más debatidas de toda la historia del pensamiento político, por el simple hecho de que la naturaleza misma de la pregunta que se hace al plantear lo “justo”, es profundamente compleja, ya que implica dos problemas metodológicos difícilmente abordables. Por un lado, definir qué es la justicia más allá de valores sujetos a la tradición, a la cultura o a la temporalidad, es decir trascendentales; por el otro, definir los mecanismos, procedimientos, estrategias para alcanzar dichos fines y que estos se puedan convertir en realidades sociales concretas de las que la gente pueda hacer uso en la vida práctica y en este sentido la reforma hecha por AMLO y sus secuaces al poder judicial abandona precisamente la oportunidad al acceso a una justicia expedita y congruente.
A partir de la aplicación de esta reforma, la justicia se irá desdibujando y dará paso a las hordas de una venganza ajena, sin preparación, sin escrúpulos, con dueño, influenciada, pero eso sí muy popular.
Rescato de la historia el episodio acontecido en España el 12 de octubre 1936, en la Universidad de Salamanca, precisamente en la cátedra de don Miguel de Unamuno, cuando el general Millán de Astray escupió la frase: “Viva la muerte. Muera la inteligencia”. Haya cosa, con esta reforma.