Cayó como una rosa en mar revuelto…
y desde entonces a llevar no he vuelto
a su sepulcro lágrimas ni amores.
Es que el ingrato corazón olvida,
cuando está en los deleites de la vida,
que los sepulcros necesitan flores.
Murió aquella mujer con la dulzura
de un lirio deshojándose en la albura
del manto de una virgen solitaria;
su pasión fue más honda que el misterio,
vivió como una nota de salterio,
murió como una enferma pasionaria.
Espera, – me decía suplicante –
todavía el desengaño está distante…
no me dejes recuerdos ni congojas;
aún podemos amar con mucho fuego;
no te apartes de mí, yo te lo ruego;
espera la caída de las hojas…
Espera la llegada de las brumas,
cuando caigan las hojas y las plumas
en los arroyos de aguas entumidas,
cuando no haya en el bosque enredaderas
y noviembre deshoje las postreras
rosas fragantes al amor nacidas.
Hoy no te vayas, alejarte fuera
no acabar de vivir la primavera
de nuestro amor, que se consume y arde;
todavía no hay caléndulas marchitas
y para que me llores necesitas
esperar la llegada de la tarde.
Entonces, desplomando tu cabeza
en mi pecho, que es nido de tristeza,
me dirás lo que en sueños me decías,
pondrás tus labios en mi rostro enjuto
y anudarás con un listón de luto
mis manos cadavéricas y frías.
¡No te vayas, por Dios…! Hay muchos nidos
y rompen los claveles encendidos
con un beso sus vírgenes corolas;
todavía tiene el alma arrobamientos
y se pueden juntar dos pensamientos
como se pueden confundir dos olas.
Deja que nuestras almas soñadoras,
con el recuerdo de perdidas horas,
cierren y entibien sus alitas pálidas,
y que se rompa nuestro amor en besos,
cual se rompe en los árboles espesos,
en abril, un torrente de crisálidas.
¿No ves como el amor late y anida
en todas las arterias de la vida
que se me escapa ya?… Te quiero tanto,
que esta pasión que mi tristeza cubre,
me llevará como una flor de octubre
a dormir para siempre al camposanto.
¡Me da pena morir siendo tan joven,
porque me causa celo que me roben
este cariño que la muerte trunca!
Y me presagia el corazón enfermo
que si en la noche del sepulcro duermo,
no he de volver a contemplarte nunca.
¡Nunca!… ¡Jamás!… En mi postrer regazo
no escucharé ya el eco de tu paso,
ni el eco de tu voz… ¡Secreto eterno!
Si dura mi pasión tras de la muerte
y ya no puedo cariñosa verte ,
me voy a condenar en un infierno.
¡Ay, tanto amor para tan breve instante!
¿Por qué la vida, cuanto más amante
es más fugaz? ¿Por qué nos brinda flores,
flores que se marchitan sin tardanza,
al reflejo del sol de la esperanza
que nunca deja de verter fulgores?
¡No te alejes de mí, que estoy enferma!
Espérame un instante… cuando duerma,
cuando ya no contemples mis congojas…
¡perdona si con lágrimas te aflijo!…
-Y cerrando sus párpados, me dijo:
¡Espera la caída de las hojas!
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¡Ha mucho tiempo el corazón cobarde
la olvidó para siempre! Ya no arde
aquel amor de los lejanos días…
Pero ¡ay! a veces al soñarla, siento
que estremecen mi ser calenturiento
sus manos cadavéricas y frías…!
NOTA
Fernando Celada (1872, Xochimilco – 1929, Ciudad de México).