La caja de Pandora

Cuenta la mitología griega que cuando Prometeo, titán afín a los mortales, robó el fuego para entregarlo a los humanos, Zeus se enojó tanto que ordenó a Hefesto, dios forjador de las artesanías, creara la primera mujer a la que llamaron Pandora. Ésta fue introducida con Epimeteo, hermano de Prometeo, con quien contrajo nupcias. Como regalo de bodas de los dioses se les ofreció una tinaja, que luego el imaginario colectivo transformaría en una caja, con la precisa instrucción de no ser abierta en ninguna circunstancia.

Pandora fue moldeada en arcilla y antes de insuflarle vida, los dioses buenos y malos implantaron tanto virtudes como defectos en la mente de la joven que pronto nacería al mundo. Los vicios que recibió fueron menos que las gracias, pero hubo uno solo que trajo los grandes males a la humanidad: la curiosidad. Al abrir la famosa caja, todas las desgracias salieron disparadas a infectar el mundo. Solo quedó en el fondo del recipiente Elpis, el espíritu de la esperanza.

En la tradición católica la historia no es muy diferente. Según el Génesis, primer libro del Antiguo Testamento, en el penúltimo día de la Creación, después de haber diseñado al hombre con barro, Dios le dio vida mediante un soplo. De la costilla de ese ser creó a la mujer y les asignó el Paraíso para que ahí vivieran eternamente en una infinita felicidad. Como condición, solo les ordenó que no comieran del fruto del Árbol de la Vida.

El maligno hizo su aparición en forma de serpiente y sembró en la mujer ciertos sentimientos negativos, como la avaricia, la duda, la desobediencia y, por supuesto, la curiosidad, que fue el que la llevó finalmente a comer y a ofrecer a Adán del fruto prohibido, lo que causaría su destierro del Paraíso y fuera el origen de todos los males que aquejan a la humanidad.

Con estos antecedentes se queda corto el dicho popular que dice que “la curiosidad mató al gato”. No solamente asesinó al felino, sino que es la causa de todas las desgracias que padecemos.

Ahora bien, no toda la curiosidad es mala. Todos los seres humanos poseemos una alta dosis de ella en nuestro ADN y cuando está bien dirigida, puede traer también cosas buenas a nuestras vidas. Sin curiosidad un bebé no aprendería a caminar, un emprendedor no encontraría el éxito, Armstrong no hubiera pisado la luna, Edison no hubiera inventado el foco, Colón no hubiera descubierto América, Fleming la penicilina o Darwin su teoría de la selección natural.

La curiosidad es una de las pasiones propias del ser humano que debe ser contenida, administrada y dominada por cada uno. La línea es delgada pero no difusa: una curiosidad bien dirigida puede hacernos crecer como persona; una curiosidad mal enfocada, puede destruir nuestro entorno familiar y laboral.

Si la Medusa nos persigue, retomando la mitología griega, domemos la curiosidad morbosa y no la miremos a los ojos; pero, por otro lado, alimentemos la curiosidad constructiva que nos ayudará a escapar de ella.

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