A las 5 de la madrugada de un 19 de julio, pero de 1872, cuatro cañonazos procedentes de Palacio Nacional crisparon el ánimo capitalino. Seguirían disparándose ininterrumpidamente cada 15 minutos durante los siguientes días. Su ensordecedor rugir anunciaba la muerte del presidente de la República, acaecido al filo de la media noche de la víspera, después de concluir sus labores.
Para que el pueblo tuviese oportunidad de despedirse de él, el cuerpo de Benito Juárez se velaba en el Salón de Embajadores, adecuado como capilla ardiente, en el interior del Palacio Nacional. Ahí estaría expuesto hasta dentro de tres días, debidamente embalsamado.
El cadáver estaba vestido de etiqueta, con la banda presidencial terciada al pecho y el bastón de mando descansando en su diestra. Algunos de los dolientes manifestaron haber percibido el semblante ennegrecido del malogrado mandatario, por eso, aunque la causa oficial del deceso había sido “angina de pecho”, comenzaron a circular rumores sobre su posible envenenamiento a manos de sus adversarios políticos, específicamente de una persona en lo particular.
La Carambada. Así llamaban a la mujer que supuestamente habría envenenado al presidente. Era una bandolera queretana que se enamoró de un oficial imperialista capturado por las tropas republicanas. Suplicó por su vida ante el gobernador de su estado, otro Benito de apellido Zenea, así como al propio Juárez, a través de interpósita persona. No obtuvo la clemencia solicitada y su amado fue ejecutado, así que juró venganza.
No solo era hábil en el manejo de la pistola y el cuchillo, sino también en la preparación de una pócima conocida como “veintiunilla”, llamada así porque después de haber sido ingerida mataba a su víctima exactamente veintiún días después. Dicen las lenguas conspirativas que primero se las arregló para verter el líquido en una bebida del Gobernador Zenea, quien falleció en el plazo fatal, para después colarse en una cena oficial en honor de don Benito, invitada por Guillermo Prieto, para también deslizar inadvertidamente el mortal brebaje en la copa del mandatario, justo veintiún días antes de su repentino fallecimiento.
En ese entonces, Juárez padecía de afecciones cerebrales y cardiacas. Hacía dos años había sufrido un cuadro que primero fue catalogado como “congestión cerebral”, y durante más recientemente habría sufrido dos crisis cardiacas. Además, tres médicos de renombre, entre ellos el académico positivista Gabino Barreda, certificaron su defunción, embalsamaron sus restos y no hicieron comentario al respecto.
Haya sido una conspiración, una venganza o una afección cardiaca, lo cierto es que Juárez supo morir a tiempo, en la apoteosis de su existencia. Sus yerros se han diluido y sus aciertos, exacerbado. A 149 años de su muerte lo veneramos como el héroe de la Reforma, el adalid del nacionalismo y el benemérito de las Américas.