Hace unos años, en un estudio realizado en México, todas las personas que participaron en grupos de trabajo por todo el país, coincidieron en señalar que para ellos el valor principal que justifica cualquier sacrificio es tener una “familia unida” donde reine el amor.
Sin embargo, en el mismo estudio también se constató que la mayoría de las personas vive en un modelo de “familia junta” donde las relaciones se entablan en función de la utilidad y los intereses personales, y no sobre la base del amor.
Incluso algunos, no pocos, reconocían que vivían una situación de “familia rota”, donde de hecho ya no había prácticamente ninguna relación. Muchos afirmaban que del amor al rencor, la mayoría de las veces hay un pequeño paso y basta un suceso insignificante para destruir todo lo que parecía haberse construido en mucho tiempo.
Quizás estas observaciones de campo sirven para apoyar una idea que actualmente circula por todas partes: la familia está en crisis. Todo el mundo lo dice, pero ¿en qué consiste la crisis de la familia?
En primer lugar, hay que decir que la crisis de la familia es consecuencia de la crisis que sufre el matrimonio porque, como dice sabiamente la constitución italiana: “La república reconoce los derechos de la familia como sociedad natural fundada en el matrimonio”. La familia se funda en el matrimonio, pero la nueva concepción de la sexualidad que reina en nuestra sociedad parece haber roto el ideal de matrimonio que vivieron nuestros padres y abuelos.
Sin embargo, hay algo más. Se puede decir que la crisis de la familia es, sobre todo, una crisis de las funciones de la familia. La sociología tradicional distingue dos tipos de funciones de la familia.
Por una parte, sus funciones institucionales: la función biológica (transmitir y acoger la vida humana), la económica (proveer los bienes materiales necesarios para la subsistencia), la protectora (ofrecer seguridad contra los riesgos de la existencia), la cultural (transmitir los valores y tradiciones ético-sociales), y la función de integración (introducir al individuo en la sociedad y ejercer un control sobre él).
Por otra parte, están las funciones personales de la familia, que consisten en dotar de afectividad e integración a la relación entre marido y mujer (función conyugal), entre padres e hijos (función parental), y entre los hermanos (función fraternal). El buen cumplimiento de estas funciones personales estaría detrás de lo que los mexicanos del estudio llamaban una familia unida, y todos veían en ella el mayor ideal de felicidad que se puede tener en esta vida.
Desgraciadamente, solemos conferir demasiada importancia a las funciones institucionales en perjuicio de las personales, y encontramos fenómenos como el del padre ausente -cuya única función es proporcionar sustento económico a la familia-, o el de la madre excesivamente rígida pero poco afectiva, que producen desequilibrios en las relaciones personales. Otro grave problema es la ruptura de la relación matrimonial, que causa alteraciones de las relaciones paterna y materna con un “efecto dominó”.
En un reciente estudio publicado en Estados Unidos sobre los efecto de las rupturas matrimoniales en los hijos, después de muchos años de investigación, se desprendía una conclusión final: el peor matrimonio es siempre mejor que el mejor divorcio. Detrás de esta afirmación aparecía una amplia muestra de problemas afectivos y psicológicos en los hijos de familias rotas. La conclusión equivocada de este estudio podría ser: entonces, no es tan malo tener una familia junta, al fin y al cabo siempre resulta mejor para los hijos que una familia rota. Pero este conformismo significa dar el primer paso hacia la “familia rota”, porque se deja de poner el esfuerzo real de atención constante que requiere la familia unida.
Sí, la familia unida requiere un esfuerzo constante o, mejor dicho, una atención constante por cultivar continuamente las funciones personales de la relación familiar. Esta atención comienza desde antes de elegir a la pareja; de hecho, ahí se juega la mayor baza que después será muy difícil corregir. Siempre es útil un consejo fundamental: a la hora de casarse conviene fijarse más en las funciones personales que en las institucionales.
Quizás el problema está en que, lo que en teoría consideramos el principal valor -la familia unida-, en la práctica queda relegado a una de las responsabilidades menos prioritarias de nuestra vida. Ponemos primero la utilidad y luego, el amor. Pero el amor es como los idiomas, que si no lo cultivas cada día, se olvida. El amor requiere una entrega sacrificada cada día, cada minuto, cada segundo; si no, se debilita y muere.
(catholic.net/Enrique Cases).