La tragedia de la intolerancia

La semana pasada se conmemoraron 20 años de los atentados contra las Torres Gemelas. Recuerdo con lujo de detalle el momento en que se estrellaron los aviones contra los edificios, sobre todo el segundo, porque todos lo estábamos viendo en vivo. Las escenas dantescas de la gente saltando al vacío, después de haber escogido la forma menos terrible de morir, han permanecido en mi mente hasta la fecha.

Ese acontecimiento cambió la dinámica de seguridad del mundo de manera radical y permanente. Después de ese día, los accesos y controles en los puertos se han hecho más estrictos, lo mismo los protocolos aéreos, marítimos y terrestres. 

La fuente del atentado no fue otra que la intolerancia. La intolerancia a una forma diferente de pensar, a un sistema político distinto, a una religión de otro dios, a costumbres disímbolas, a culturas dispares.

En el pasado, las luchas por esos motivos fueron cruentas y despiadadas. Desde que el ser humano comenzó a organizarse en sociedad las guerras por la tierra y el poder fueron la constante. Ya en nuestra era la persecución contra los primeros cristianos fue terrible, pero una vez que la Iglesia consiguió el favor de Roma, cobró cara su revancha con la Inquisición y las invasiones de conquista. La requisa de esclavos, la leva de indios y la persecución de los judíos, entre otros, vinieron a atizar el fuego del rencor entre razas.

Pero en pleno siglo XXI, cuando la humanidad ha conquistado el cielo y el espacio; ha domado a los océanos y al resto de las especies, incluidos los patógenos a través de las vacunas y las medicinas; ha inventado el Internet, los ordenadores, el motor de combustión interna y mil cosas más; me pregunto cómo es posible que prevalezcan esos odios, esa intransigencia hacia al próximo que deriva en un fanatismo que utiliza su ingenio para destruir vidas y crear caos.

Cierto es que algunas naciones han tomado acciones para reivindicar a ciertos grupos agraviados en el pasado, como lo están haciendo Portugal y España al conceder la nacionalidad de sus países a los descendientes de los judíos sefarditas expulsados por la Corona hace más de medio milenio; aunque en el fondo no es difícil adivinar las motivaciones políticas y económicas detrás de la medida.

Pero también es que las acciones discriminatorias y de intolerancia continúan. Y no solo se documentan en el Medio Oriente, contra las mujeres o ciertas etnias; o en Estados Unidos, contra los inmigrantes, y no solo los que recientemente han cruzado a nado el Río Bravo, sino los que llegaron generaciones atrás, procedentes del sur de la frontera o de África. No, no nada más existe lejos de nosotros.

La intolerancia se da en la calle cuando no damos el paso al peatón, en la casa cuando no escuchamos un argumento o en la política, cuando no respetamos otras opiniones y diferentes formas de pensar. El cristal con el que los demás ven las cosas puede estar sucio, ser opaco o estar estrellado, derivado de experiencias pasadas. 

Tengamos esto en mente y honramos a las víctimas de la intolerancia siendo más tolerantes, sobre todo con quienes más queremos.

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