Larga vida al carbón mexicano: el negocio “sucio” que nadie quiere dejar morir

Cuando se acaba el carbón en una mina se dice que “se ha muerto”, cuenta Homero desde la cima de una excavación a cielo abierto de varias hectáreas de largo. En Coahuila, el Estado mexicano que tiene casi la totalidad de las reservas de este mineral en el país, el carbón es sinónimo de vida. Y su fin es algo que se parece a la muerte. “¿Qué haríamos todos nosotros si se acabara su explotación? Pues moriríamos de hambre, porque aquí no hay otra cosa que hacer”, dice este hombre.

Homero Bermea es supervisor en la mina Tajo Purísima, en el municipio San Juan de Sabinas. Como casi todo su entorno, trabaja en el negocio del carbón desde que recuerda. La mayoría se estrena en esta industria a los 16 años, pero debe esperar dos más para poder ingresar a las excavaciones. Más de 1.000 millones de toneladas del mineral en el subsuelo y dos centrales carboeléctricas han empujado a los lugareños a dedicarse casi en exclusiva a este sector. “Es lo único que hay”, dice unos segundos antes de ordenar una explosión de dinamita para acelerar la extracción. El yacimiento es uno de los 60 que hay activos en la zona. “Solo en esta quedan reservas para unos 10 o 15 años más”.

Hasta hace cuatro meses, la que es de lejos la principal fuente de ingresos de esta región del noreste mexicano tenía fecha de caducidad. El entonces presidente Enrique Peña Nieto (del partido PRI) había firmado ya en 2013 su sentencia de muerte: para 2026 las centrales carboeléctricas mexicanas, las principales compradoras de los productores locales, debían cerrar. Reducir las emisiones de una de las formas de generación de energía más contaminantes era obligado para cumplir con los objetivos climáticos a los que México se ha comprometido, una tendencia que acompañan la mayoría de los países. La reforma energética impulsada por el Gobierno priista pasaba, en buena medida, por reemplazar la electricidad que genera el carbón —el 9% del mix eléctrico nacional— por energías limpias. “Estábamos en un plan de desmantelamiento, era nuestra extinción”, recuerda Eulalio Gutiérrez, secretario general del sindicato de trabajadores de la Termoeléctrica Carbón II.

Pero la situación dio un giro rotundo con la llegada de Andrés Manuel López Obrador (del partido político Morena) a la presidencia el pasado 1 de diciembre. Aunque su política energética sigue rodeada de incertidumbre, las primeras gestiones del Gobierno federal han reverdecido el optimismo en la región carbonífera. La nueva Administración quiere que “las centrales que actualmente están trabajando con carbón se sostengan hasta el término de su vida útil”, según ha afirmado el director de Operaciones de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), Carlos Morales Mar. Una ruptura con la política del sexenio pasado, pero todavía en el terreno de la imprecisión.

“Hay una apuesta sin duda por reactivar la economía del lugar y la producción de las carboeléctricas”, afirma el delegado del Gobierno nacional en Coahuila, Reyes Flores. El representante federal asegura que cuando llegaron al poder, en diciembre pasado, se toparon con un “claro abandono” de las plantas eléctricas por parte del Ejecutivo de Peña Nieto. Frente a esa situación, dice, optaron por invertir en mantenimiento. “Si dejas de producir a base de carbón, destinas la región a desaparecer. Y no podemos permitir que eso pase”. Solo en esa entidad, el negocio de este mineral mueve unos 500 millones de dólares anuales (estimado con el precio internacional de la tonelada).

Los dichos se han visto reflejados en hechos. En el Presupuesto de este año —el primero de López Obrador—, México ha destinado 7.352 millones de pesos (390 millones de dólares) para la mejora del rendimiento de las tres carboeléctricas, casi cuatro veces más que en 2018. “Están invirtiendo, algo que no pasaba antes. Ahora el dinero fluye más fácil”, señala Gutiérrez. Con estas obras, calcula, se podrán seguir operando al menos otros 15 años.

A contramano del desarrollo sostenible

Eulalio Gutiérrez cuenta que en una visita reciente, López Obrador les prometió invertir en las carboeléctricas para “generar energía sin depender de nadie”, un discurso de soberanía que acompaña al presidente en varios terrenos. Y lo que la industria carbonífera interpreta como un discurso esperanzador, es observado por los ecologistas como una apuesta “regresiva”. Reactivar las centrales para alcanzar la independencia energética es “una visión nacionalista, mal entendida y vieja”, dice Alejandra Rabasa, abogada de la organización ambientalista Ceiba. “No reducir la generación de electricidad a base de carbón es una violación a los acuerdos internacionales y a la Ley General de Cambio Climático, que establece la descarbonización de la economía”. De seguir en este camino, agrega, “va a ser imposible” alcanzar los compromisos internacionales.

El Gobierno de Morena no es ajeno a todos los males que acarrea el negocio del carbón. No solo la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) alertó el pasado noviembre que la industria carbonífera violaba el acceso a un medio ambiente sano: también lo hizo la propia Administración federal. En febrero, ya con López Obrador como presidente, la propia Secretaría (Ministerio) de Energía reconocía en un documento que la minería y el uso de carbón generan problemas “considerables” en la región, entre ellos daños medioambientales y a la salud de las comunidades.

Pero las minas no entienden de leyes en Coahuila: se abren paso al borde de las carreteras o en medio de las ciudades. Lo más importante, dicen una y otra vez sus habitantes, es tener trabajo y, sin otra alternativa en el horizonte, el carbón se presenta como la única opción posible. En San José del Aura, todos los días a las dos y media de la tarde llega el cambio de turno. Al salir de la excavación Santa Bárbara, cada minero colgará una ficha con un número de identificación en un tablero, para que el supervisor pueda contarlas y asegurarse de que nadie se ha quedado bajo tierra.

Manuel Rico, un minero de 29 años que lleva la mitad de su vida en los pozos, sale de la excavación pintado de negro. Como casi todos sus compañeros, no se imagina otra vida que la de carbonero. “¿Qué haría toda esta gente sin las minas? ¡Híjole! El carbón nunca va a morir”, dice. “Nunca va a morir”, se repite.

EL PAÍS/Georgina Zerega

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