La celebración de los priístas por los 89 años de su fundación, fue otra oportunidad perdida para José Antonio Meade Kuribreña, el candidato que sin ser militante de ese partido, se convirtió en el único orador del acto conmemorativo.
Evidente. Fue una de las muchas contradicciones que su candidatura entraña. Y sin duda reflejo de uno de los riesgos que el priísmo enfrenta: acudir a un acto de primera importancia y carga simbólica del PRI, como su candidato, pero manteniendo la distancia, sin identificación con sus miembros.
Que el PRI tiene un problema de credibilidad –así, en general–, ni duda cabe. Acumula 89 años de desgaste, con sus más de siete décadas de autoritarismo hegemónico y casi seis años de su regreso a la Presidencia, que tienen por denominador común, represiones, un estilo viciado en lo político, malos manejos económicos, injusticias en todos los ámbitos, despojos, latrocinios y trapacerías, mayoritariamente dejados en la impunidad.
Quizás por ello para algunos en las cúpulas priístas y en las del gran capital, resultó buena idea lanzar un candidato no militante. Un hombre con formación académica y experiencia como ninguno en la alta burocracia, que pudiera sacudirse las siglas bajo la noción de ciudadanía.
La cuestión es que precisamente por esa currícula, Meade Kuribreña arrastra la suma de descréditos: el de las élites formadas en las universidades extranjeras, responsables de habernos traído al mal traer desde los años ochenta; el de la sangrienta administración calderonista y el de la sangrienta y corrupta administración peñanietista.
Se trata pues de una candidatura representativa de la simulación democrática que dimos en llamar transición, pero que en los hechos sólo constituyó la prolongación de las formas de hacer política y de las directrices económicas generadoras de profundas desigualdades; representa un reacomodo, una ampliación en el reparto de poder entre grupos con intereses convergentes, es reedición del viejo sistema con discursos nuevos y diversidad de siglas.
En síntesis, la intención de ser un candidato ciudadano, dicho como sinónimo de independencia respecto de los políticos tradicionales, no convence hasta ahora a la franja del electorado a la que se proponía llegar.
Así, sin conseguir simpatía en el antipriísmo, Meade Kuribreña va perdiendo el piso mínimo que solía simpatizar con el PRI. Si en el 2006, cuando obtuvo su votación más baja, ese partido consiguió poco más del 22% de los sufragios, lo que hoy revelan las encuestas es que podría estar inclusive por debajo de ese porcentaje en las preferencias.
Uno de sus grandes problemas es la ambigüedad. Dice que no es priísta en repudio a lo anquilosado, pero es producto del dedazo; ofrece continuidad sin reivindicar origen; propone combate a la corrupción pero sólo si es la del adversario; se presenta ciudadano pero es incapaz de romper con el régimen vigente.
El 4 de marzo, los festejos por los 89 años de la fundación del PRI, pudieron ser un buen marco para el despejar dudas y deslindarse de lo que le pesa: asumirse priísta, romper con Enrique Peña Nieto y la elite mexiquense, ejercer una autocrítica contundente y quizás, con ello, conseguir algo de credibilidad entre priístas y en el electorado. Pero no lo hizo. Optó por concentrar su crítica en sus adversarios… palabras al viento.
(https://notassinpauta.com/2018/03/05/las-ambiguedades-de-meade/).