Un acaudalando empresario, preocupado por la actitud engreída y rebelde de su pequeño hijo, decidió darle una lección: llevarlo un fin de semana a una comunidad rural para que conociera en persona el rostro de la pobreza y viviera en carne propia la realidad cotidiana de muchos mexicanos.
Como todos los niños, el de esta anécdota no era malo, pero la influencia de algunos compañeros de escuela y la propia dinámica del estilo de vida ofrecido por sus padres, eliminaban toda posibilidad de que el menor conociera el valor real de las cosas. Pedir siempre el platillo más caro en los restaurantes y distanciarse de sus amigos a consecuencia de su arrogancia, fueron síntomas que su papá detectó muy a tiempo.
El padre conocía comunidades deprimidas en su Estado por haberlas visitado como misionero en su época de adolescente. Hacía muchos años de eso, pero con suerte sabía que daría con el lugar y sería recibido por los habitantes de la comunidad con los brazos abiertos, sobre todo por los paquetes alimentarios y los juguetes para los niños que echó en la camioneta.
Ya de regreso a la ciudad, preguntó a su hijo sobre sus experiencias y aprendizaje como resultado del viaje. “He aprendido mucho en este viaje. Principalmente, a hacer conciencia sobre la pobreza. Gracias, papá”.
“Por primera vez pude admirar las estrellas”, continuó. “Esos astros luminosos que alumbran las noches de esas personas, mientras nosotros debemos pagar por la luz en la casa. Ellos ordeñan todos los días sus vacas y sus cabras, y el campo les obsequia las verduras que nosotros tenemos que comprar. El agua que corre por sus acequias es pura y no quema los ojos por el cloro, como la de nuestra alberca”.
Confundido, el padre a punto estaba de abrir la boca cuando el hijo prosiguió: “Nosotros tenemos bardas, candados, alarmas, ellos ni puertas necesitan. Su jardín se extiende hasta donde alcanza la vista. Y lo mejor, papá, por fin pudimos platicar y convivir en la mesa sin ser interrumpidos por una llamada o por un mensaje de tu trabajo. Y me divertí y entretuve sin necesidad del Internet ni de mis videojuegos”.
Después de un largo silencio, finalmente sentenció: “Ya me di cuenta qué tan pobres somos, papá. Te prometo que te ayudaré a no gastar tanto y a fijar mejor los pies en la tierra”.
Como sociedad, hemos entrado en un permanente y constante estado de pesimismo y negatividad. Nos quejamos de todo y culpamos siempre al vecino, al adversario o, lo más fácil, al gobierno. Nunca estamos conformes con nada y centramos nuestra atención en lo que nos falta, despreciando y subestimando lo que tenemos.
Cuando nos demos cuenta que somos ricos, inmensamente ricos por el simple hecho de tener vida y salud, familia y amigos, entonces comenzaremos a ser realmente felices. Pero mientras ello no suceda, nuestra misión de vida no tendrá mayor sentido.
Será tanto como vivir por vivir. 0 vivir una vida, hueca, vacía.