Un Jefe de Estado hace visitas a otros estados del mundo, por cortesía, por protocolo, por estrechar lazos comerciales y políticos. El Vaticano es un Estado y Jorge Bergoglio, es un Mandatario. En esa calidad viene a México, y entonces el protocolo diplomático, se ejercerá al pie de la letra.
Es además, y con relevancia religiosa, un líder de iglesia; de la más numerosa y poderosa del orbe: La Iglesia Católica. Es el Papa Francisco, el “sucesor de San Pedro”, heredado por Cristo, como su embajador; como su apóstol mayor. Así, con esta categoría, visita a México.
Es un hombre bueno, se le nota a leguas. Está enfermo y aun así, combate de frente a “los demonios” que corrompen a su Iglesia y a los males que dañan a su grey. Los pecados modernos, los pecados capitales de ayer, y los no tipificados, que desarticulan al mundo y abandonan a la gente a su suerte, son obstáculos que frenan su avance.
Modernizar a una maquinaria eclesiástica milenaria, no es empresa sencilla. Hacerlo en medio de diatribas y fuego amigo, de tantos intereses de los que no escapa el catolicismo, y que lo degradan; significa de mayor forma su desafío. Los lúgubres sótanos del Vaticano, han de ser testigos mudos de tantas intrigas palaciegas ¿retumban esas catacumbas y los entramados pasadizos, entre oraciones, misas y secretos sacrílegos?
México, como nación del mundo, tiene tantos problemas que resolver: Corrupciones, injusticia, impunidad, abandono a los desprotegidos, villanías desde el poder (en todos los rincones, agraviados, de la Patria); inseguridad y crimen.
Está claro que el Gobierno y su sociedad, tenemos que resolverlos. Un Mandatario extranjero, o un pastor (aunque sea de ese alto calibre), nunca vendrá a resolverlos por nosotros.
Pero (siempre hay uno), su mensaje de paz, su discurso de amor y de esperanza; son bálsamo para estos corazones y almas, empobrecidos de todo y hasta de ilusión.
Bienvenido sea Francisco, el Papa. Bienvenida la esperanza a México