La pandemia nos ha cambiado la vida a todos. El mundo ya no será el mismo. A nuestros hijos les tocará vivir la vida de una forma diferente y a nosotros, adaptarnos a ella. Se habla de una nueva normalidad, a la que eventualmente llegaremos. Y nos acostumbraremos y seguiremos adelante. Pero de momento es inevitable que extrañemos cosas de la vieja normalidad.
Extraño el beso de mis padres. Me tengo que conformar con verlos y platicar a la distancia. Y cuando nos despedimos, la ausencia de su abrazo me deja con un sentimiento de indefensión y de tristeza.
Extraño reunirme con mis amigos para ver un partido de futbol, para preparar una carne asada o simplemente disfrutar el momento. Extraño las veladas de parejas y los planes los fines de semana. Extraño ir al cine y comer palomitas, así como disfrutar una cena en algún restaurante. Extraño ver las sonrisas que, aunque sé que existen, ahora las tapa un cubrebocas.
Extraño llevar a mis hijos a la escuela, a las piñatas de sus compañeros, a sus juegos de básquetbol o a sus bailables, así como las reuniones con los papás del grupo. Extraño visitar a los enfermos en el hospital y acompañar a mis amigos cuando tienen que despedir a un ser querido.
Extraño subirme al avión, viajar a la Ciudad de México a reuniones de trabajo. Ahora lo hacemos por Zoom, lo mismo que mis clases del IPADE. Extraño la amena plática con algún personaje interesante delante de una taza de café y las fructíferas comidas de negocios.
Extraño la labor social presencial, atender las invitaciones a visitar las colonias y escuchar a la gente. Ahora lo hago por redes sociales, aunque nada sustituye ver a las personas a los ojos y ofrecer, cuando menos, una palmada en la espalda.
Son muchas cosas las que extrañamos, y quizá algunas de ellas no volverán, o cuando menos de la misma forma. Pero, en cambio, han llegado otras, aunque a veces no nos demos cuenta.
La pandemia me ha permitido consolidar los lazos familiares. El trabajo en casa y la falta de escuelas me ha concedido dedicar más tiempo a mis hijos. Pude, por ejemplo, ser testigo de la primera vez que mi hija metió una canasta o que mi hijo anduvo en la bicicleta sin caerse.
Hemos dedicado más tiempo a convivir con la naturaleza, a salir a caminar, a ver programas educativos, a leer. Hemos fortalecido la vida en pareja. Hemos retomado proyectos que estaban en el tintero, desde pintar la casa hasta iniciar un negocio. Este paro en seco al ritmo acelerado con el que giraba el mundo nos ha hecho reflexionar y reasignar prioridades.
Se vale extrañar. Lo que no se vale es no valorar lo que tenemos, comenzando por la vida.
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