Para Luna, que con su luz vino al mundo el 18 de junio.
“El recuerdo es el único paraíso del cual no podemos ser expulsados.” Jean Paul.
Durante la influenza (o gripe) española que entre 1918 y 1920 mató a millones de personas en el mundo, mi abuelo materno, Jesús Torres Carcaño, perdió a su primera esposa, con la que había procreado cinco hijos y una hija. Viudo, en 1923 se casó con mi abuela materna, Tiburcia Saucedo Reyna, cuyo primer esposo, con el que procreó un hijo, también había sido víctima de la letal pandemia.
Mis abuelos paternos, Miguel García Meléndez y Rafaela Prado Hernández, que en 1918 tenían 18 y 15 años, afrontaron con mayor fortuna la epidemia y cuatro años más tarde, el 12 de julio de 1922, se unieron en matrimonio.
Ni Jesús, ni Tiburcia, ni Miguel, ni Rafaela, ni sus hijos murieron por la influenza española. Vivieron para contarla y dieron frutos.
100 años después, a la sombra de un árbol, casi al pie de la montaña, su nieto —uno de los ocho hijos de Dora y Rodolfo—, recuerda su historia desde la pequeña huerta de manzanos que con amoroso esfuerzo cultivaron y nos heredaron, en el pueblo de El Tunal, en la Sierra de Arteaga, Coahuila.
Probablemente Jesús, Tiburcia, Miguel y Rafaela fueron contagiados por el virus de la influenza española, pero supongo que su impulso vital permitió que su sistema inmunológico resistiera los embates. Lo creo porque ni pensar que en el área rural tuvieran antivirales, analgésicos o antibióticos farmacéuticos.
Esto confirma lo que dicen los médicos: la manera como afectan los virus a cada quien es diferente. Depende de la fortaleza que se tenga debido a hábitos alimenticios y a muy particulares condiciones genéticas. También obedece a la disposición mental y emocional que se muestre ante las adversidades.
Parece que esa disposición psicológica influye de manera decisiva en la hora crucial, cuando tenemos que optar por el camino de la vida o el de la muerte.
Quiero pensar que, como muchos millones de seres humanos en México y en el mundo, en aquellos momentos aciagos, Jesús, Tiburcia, Miguel y Rafaela escucharon la voz de su instinto vital y echaron raíces. Se aferraron a la tierra, le abrieron surcos, sembraron trigo, sembraron maíz, y con el pequeño grano de mostaza de su fe, echaron a andar por el camino de la vida. Vieron ir y venir al sol, la lluvia y las estrellas durante días, meses, años. Al cobijo de cielos con crecientes lunas, redondas lunas, inmensas lunas, poblaron sus noches de sueños, bebieron mezcal y aguamiel, bailaron la contradanza, cantaron La Varsoviana, se amaron, germinó su simiente y multiplicó su descendencia.
Muchos años después plantaron estos manzanos y ciruelos que, como ellos y sus sueños, hoy han florecido nuevamente.
Cien años han pasado después de aquella temible epidemia. Cien años de inviernos, pero no de soledad. Cien años de primaveras, cien veranos, cien otoños. Cien años en los que, después de sequías, heladas, plagas, granizadas, la vida florece y da frutos.
Cien años en los que la naturaleza, o Dios como cada quién lo entienda, nos recuerda que también la muerte es parte de la vida. Sabines lo dice en su poema “Me encanta Dios”:
“Y por eso inventó la muerte: para que la vida —no tú ni yo— la vida, sea para siempre.”