El negocio del espectáculo entreteje intereses que, en la clase política son temidos. Uno de los entramados más poderosos mora en los oscuros negocios de la tauromaquia.
Asunto de minorías. Los que defienden el espectáculo apelan a la supervivencia de la especie, consideran que el toro de lidia es un ejemplar que tiende a la extinción si no hay fiesta brava, exaltan las cualidades del animal, bestia salvaje y guerrera tan invocada en antiguas civilizaciones por su fuerza letal, sometida a una milenaria manipulación genética de los humanos que seleccionaron animales dóciles para su reproducción y dieron muerte al salvaje. Esgrimen como argumentos la tradición, la costumbre y reivindican el viejo apelativo, “el arte”, que la tauromaquia entraña.
En tanto los opositores apelan a la razón, considerando inadmisible que un ser vivo sea sometido a un trato cruel para terminar muerto por puro espectáculo, por vulgar diversión.
Hasta hace una década, tuve eventuales aproximaciones a la fiesta brava sin ser fanático. Cada año, asistía a alguna corrida en la Plaza México, en temporada grande. Y sí, la parafernalia me parece seductora: ambiente festivo de tianguis de alimentos odoríficos que circunda el coso; bandas de paso doble que compiten por hacerse escuchar: coloridos afiches, carteles, sombreros y botas. Y ya adentro, más paso doble, camino de flores, traje de luces, división de poderes con autoridad máxima y alardes de valor.
Luego, la conciencia. Los grupos de ciudadanos protestando; jóvenes mujeres y hombres al desnudo, empacados con tinta roja como charola de carnicería en supermercado; creativos manifestantes que ilustraban el salvajismo. Siempre a la distancia, contenidos por el cuerpo de granaderos que parecía recibir órdenes de un empresario de apellido Herrerías.
Los vi caer, embestidos por salvajes guardias privados y policías de uniforme que los golpeaban, se los llevaban presos, los multaban por desafiar la tauromaquia y a los inversionistas intocables de siempre.
Javier Sordo Madaleno, el constructor al que se le vino abajo un piso de la Plaza Artz, que se viralizó en redes sociales; Miguel Alemán Magnani, heredero de la fortuna de la corrupción, o Alberto Bailleres y Emilio Azcárraga, millonarios al amparo del poder… lista interminable.
Cuando Coahuila se convirtió en la entidad que logró la prohibición de las corridas me dio gusto. No importaba la motivación política si la había, ni la dedicatoria o el interés oculto y, ni siquiera, el autor.
Pero nada es perdurable en estos asuntos de minorías, de poderosos y de contestarios opositores. Con el empoderamiento de Morena, el asunto sigue: en días pasados un grupo antitaurino fue a la oficina de López Obrador a exigir frenar las corridas. Un tema de la izquierda progresista sobre el que López Obrador, que en definitiva no es vegano (propone comprar millones de cabezas de ganado para autosuficiencia alimentaria), no fija posición.
Pero la tendencia como pocas veces es clara: fue Armando Guadiana Tijerina el primer senador en visitarlo solo, empresario de lidia que se solaza en redes sociales y hace ostentación de su nueva dimensión política en la rusticidad que lo caracteriza.
Y ahí, en el entorno del presidente electo, pesa como pocos la figura de Javier Jimenez Espriú –hombre de Idesa, la empresa mexicana asociada con Odebrecht para mejores señas—taurino de influencia, cercano a la red de operación del espectáculo y otros que muy seguramente impedirán la prohibición, lo que irremediablemente lleva a anticipar que, al menos en eso, el cambio habrá sido por nada si es que los animalistas esperaban algo.
(https://notassinpauta.com/2018/08/26/los-taurinos-el-poder-y-morena/).