La semana pasada participé como panelista en la 38ª Conferencia Nacional de Mejora Regulatoria, organizada por la Comisión Federal de Mejora Regulatoria (Cofemer) y el Gobierno de Colima. Escasa y valiosa oportunidad, de ésas en las que coinciden en un mismo foro quienes crean las regulaciones (legisladores), los reguladores (funcionarios públicos) y los regulados (empresarios).
La regulación es un mal necesario. Es el costo que pagamos como sociedad por garantizar la vigencia de nuestras instituciones, la certeza jurídica, los derechos de propiedad y la salud, entre otros. ¿A cuánto asciende este costo? Según Cofemer, a 2.72% del PIB. Una cifra muy alentadora si la comparamos con el 4.25% registrado en 2015. Sin embargo, aún tenemos muchas áreas de oportunidad, ya que ocupamos el lugar 47 de 190 economías evaluadas por Doing Business: trámites por internet y eliminación de requisitos, documentos innecesarios o duplicados, por mencionar algunos.
La sobrerregulación es peligrosa y puede causar daños irreversibles a la economía al alterar el equilibrio natural del mercado. Uber, por ejemplo, durante el evento se quejó amargamente de las legislaciones de algunas entidades federativas, como las del estado anfitrión, cuyas restricciones draconianas hacían inviable su incursión, afectando a miles de potenciales usuarios.
Esta práctica no es exclusiva de países en vías de desarrollo. El caso extremo de un infectado de VIH que se presentó en Estados Unidos en 1985 y se llevó al cine como “Dallas Buyers Club”, puso en jaque al sistema regulatorio de aquel país. Al violar las estrictas normas de la FDA (Administración de Alimentos y Medicinas) ganó varios años de vida y generó un valioso precedente: sin nada que perder, el desahuciado está dispuesto a correr riesgos mayores.
En México la mejora regulatoria es ya política de estado. Es menester ahora encontrar un saludable punto medio: ni tan laxa la regulación como para arriesgar el derecho de terceros y la armonía social, ni tan rigurosa que atente contra la economía y el equilibrio del mercado.
Es decir: Ni tanto que queme al santo…