La palabra paciencia deriva del latín patiens, esto es: el que padece. Implica sufrimiento: el de la espera y el de la esperanza… o de la desesperación.
Vivimos en un mundo frenético. Necesitamos saber, conocer los resultados, y sufrimos mientras esperamos. Evitar ese dolor es lo que nos hace impacientes. La tecnología —en particular, las telecomunicaciones— ha creado la expectativa de la inmediatez. Pero esto puede convertirse en un espejismo, y llevarnos a considerar como presente algo que está todavía por venir. La expectativa es un sistema cerrado que resulta en frustración. Nos estamos acostumbrando a la inmediatez, evitando la espera. Este es uno de los secretos de la paciencia: la costumbre.
No se nace paciente. Los bebés lloran cuando tienen hambre. No toleran la insatisfacción inmediata de una necesidad primaria: el alimento. Poco a poco van aprendiendo que, aunque tarde un poco más, finalmente les darán de comer. Se impacientan, pero con el tiempo aceptan, sin llorar, el sufrimiento del hambre, porque saben que llegará. La naturaleza del niño es la impaciencia porque pocas cosas dependen de ellos, porque casi nada está bajo su control. Otro de los secretos de la paciencia: el control.
Cada vez podemos controlar más situaciones. El tiempo que va a hacer en el lugar remoto al que programamos un viaje o dónde se encuentra nuestra hija adolescente que tarda 10 minutos más de lo habitual en llegar a casa. Sin duda, grandes avances, pero habituarse al control fomenta la impaciencia. La paciencia hay que entrenarla, aprendiendo a tolerar el sufrimiento que provoca el desconocimiento, la incertidumbre, el descontrol.
En la sociedad de la inmediatez, la satisfacción de un deseo de forma casi automática se ha convertido en una nueva droga sin nombre. En el cerebro, funciona mediante dos mecanismos básicos: por una parte, proporciona placer, refuerza los circuitos de recompensa y se fomenta la búsqueda, de nuevo, de la sensación placentera que ofrece la obtención del objetivo, cuanto antes mejor; por otra, se ponen en marcha mecanismos de evitación del dolor, como sucede cuando algo nos molesta y cambiamos —inconscientemente a veces— de postura.
No debemos sucumbir a esa tendencia. La paciencia no es apatía, ni resignación. No es falta de compromiso, porque no es estática: el que espera con calma lo hace activamente, se rebela contra la dificultad. El sosiego es optimista, pues la espera activa implica esperanza. Es coraje, pues fija su mirada en el largo plazo. El impaciente considera que el objetivo es la meta, cuando en realidad el objetivo es el punto de partida. La paciencia es protectora, pues no se ve frustrada por la eventualidad de lo inmediato: nos permite atravesar situaciones adversas sin derrumbarnos. Es fuerza, pues es paciente aquel que ha sido capaz de domesticar sus pasiones. Pero necesitamos entrenarla. Acostumbrarse a esperar y soportar que tener todo bajo control es, además de imposible, peligroso. Recapacitar, reorganizar —tanto los tiempos como las prioridades—, reflexionar.
Decía San Agustín que “la paciencia es la compañera de la sabiduría”. Tomarnos un tiempo para observar que algunas cosas pueden esperar sin producir sufrimiento, y aprender a saborear el placer de la espera.