Había una vez, hace muchos años y en algún lejano país de oriente, un viejo sabio que era reconocido por poseer el don de la adivinación. Nunca fallaba en sus pronósticos y sus diagnósticos eran siempre acertados. La gente de su pueblo acudía, incluso, para pedir consejo y él ayudaba de forma desinteresada, sin cobrar más de lo que la gente de manera voluntaria le pudiese obsequiar.
Un buen día se encontraba rodeado de una multitud, respondiendo a sus preguntas de algunas inquietudes que habían surgido en la comunidad, cuando un joven malcriado se acercó con la intención de ponerlo en ridículo delante de la gente.
El muchacho traía un colibrí escondido en el puño de su mano y le preguntó. “Maestro, tú que todo lo sabes, decidme, el pájaro que tengo en mi mano, ¿está vivo o está muerto?” Si el sabio decía la verdad, que estaba vivo, el joven no tenía más que apretar los dedos para matarlo, mostrando que se había equivocado. Si, por el contrario, decía que estaba muerto, el muchacho abriría la mano y el ave volaría, evidenciando su error.
El anciano entendió de inmediato la trampa, lo miró con ternura a los ojos y le dijo: “Hijo, la vida de ese indefenso animal depende de ti. Su futuro está en tus manos”.
Escuché este cuento de boca de mi padre cuando, hace muchos años, se reunió con un grupo de estudiantes rebeldes e inquietos por el futuro del país, pero, sobre todo, por el de ellos. Trataban de entender su rol de jóvenes en una realidad que no comprendían, que les era ajena y lejana, pero a la vez propia y cercana. Después de oír esas palabras vi una transformación en sus rostros. Habían descubierto que sus acciones, por más pequeñas que fueran, tendrían el poder de cambiar vidas.
En diciembre se cumplió un año de la detección del primer caso de Covid-19 en China. Nadie imaginó la tragedia que eso significaría para nuestras vidas un año después. Los que han tenido suerte se han infectado y sobrevivido a la experiencia, pero sin certidumbre de las consecuencias futuras de haber incubado el virus. Otros, menos afortunados, han perdido la vida, dejando hijos huérfanos, cónyuges viudos, padres desolados y familias destrozadas.
Los escenarios más pesimistas han sido ampliamente superados. Los contagios siguen en aumento y, como consecuencia, las muertes también. La industria y el comercio se han apegado estrictamente a los protocolos. El problema no es ahí, sino en el ámbito social donde se baja la guardia y la confianza se vuelve en el enemigo mortal. Evidencia de ello son los repuntes recientes que se han dado, consecuencia del 24 y 31 de diciembre, fechas, por cierto, de muy escaza actividad económica.
Volviendo a la parábola del ave, dice un adagio que “más vale pájaro en mano que ciento volando”. De nada nos sirve la promesa de una vacuna que vendrá a ser el remedio de todos nuestros males si la enfermedad ya entró a nuestro hogar. Es el momento de cuidarnos más que nunca y evitar las reuniones no esenciales, sobre todo las sociales y las que son por diversión y entretenimiento.
Ahora, especialmente ahora, el futuro de nuestra sociedad está en nuestras manos.