El sexenio de Enrique Peña Nieto queda marcado por los peores lastres de la vida pública nacional: la violencia incontrolable; la corrupción desde el presidente y el primer círculo presidencial; las riquezas del país dilapidadas; la minusvalía en los derechos fundamentales y, en fin, de todo aquello que es negocio al amparo del poder.
Menos de dos años bastaron para que la descomposición del régimen quedara expuesta, en la desaparición de los 43 jóvenes de la normal de Ayotzinapa, hasta ahora irresuelta, así como en el escándalo de las casas que tuvo en la de la familia presidencial la mancha indeleble.
Un mes antes de los hechos brutales de Iguala Guerrero, Peña Nieto daba por terminado “el período reformador” de su gobierno con la promulgación de la Reforma Energética. En Palacio Nacional, con muchísimos compromisos por cumplir conforme a la agenda del Pacto por México, el mandatario cerró la mesa de “negociaciones”, pues en su plan, había llegado el momento de la implementación.
El engaño y la simulación se exponían en haber comprometido nuevos marcos legales anticorrupción, de transparencia y de regulación a la publicidad oficial, por ejemplo, que dejaba fuera de la agenda.
Era claro que siempre tuvieron por objetivo las reformas de naturaleza económica, aquellas que, como la reforma laboral servían para favorecer al empresariado precarizando los derechos laborales fundamentales; lo mismo en el ámbito financiero, de las telecomunicaciones; en la reforma hacendaria que amplió la base de contribuyente sin tocar a los grandes capitalistas mexicanos o extranjeros; en la educativa que iba en la orientación que las cúpulas del dinero le recomendaban y, por supuesto, en la energética –que rompió un principio tan sensible para los mexicanos, quizás como el de la no reelección—abriendo a la inversión privada la operación de las otrora paraestatales, entregando negocios multimillonarios a numerosas empresas nacionales de siempre y extranjeras, dirigidas en la mayoría por la elite política de economistas del PRI.
Quizás el denominador común en todo lo anterior fue el uso de los medios coercitivos, de la violencia del Estado, para imponerse.
Represión, jamás admitida en la “verdad histórica”, en Guerrero, una de las entidades con mayor oposición a la Reforma Educativa; despliegues masivos de soldados con uniforme de policías federales contra maestros inconformes, lo mismo que contra aquellos que reclamaban por los hechos de Ayotzinapa, y en las golpizas y encarcelamientos en la Ciudad de México –que en su sexenio y con su aliado perredista, Miguel Ángel Mancera dejó de ser el ejemplo nacional de las libertades republicanas.
Fue represión la que se impuso sobre Carmen Aristegui y su equipo de investigación, meses después de publicar su reportaje sobre la residencia mal habida.
Cada caso tuvo picos de notoriedad, justificados siempre en el discurso oficial en la necesidad de “hacer valer el Estado de Derecho”, de “vencer inercias y resistencias” al cambio.
Se trataba de los mismos argumentos empleados para la represión, más soterrada, violenta y letal, pero selectiva y silenciosa por la coartada perfecta que siempre da la supuesta operación de la llamada delincuencia organizada, en la implementación de reformas y la realización de la obras de infraestructura, energética, minera, hidráulica, turística, carretera.
La reactivación de los mecanismos represivos incluyó todo tipo de agresiones, desapariciones forzadas, asesinatos y encarcelamiento de dirigentes sociales que se oponían en numerosas comunidades, en unos 400 conflictos sociales detonados por los negocios impuestos por un mal gobierno, traducidos en al menos 6 mil víctimas directas según los informes documentados, con nombre y apellido, por el Comité Cerezo México.
Ese proceso represivo poco suele mencionarse y. sin embargo, representa una de las características del sexenio que termina y que se va impune.
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