Prisiones vs universidades

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Durante un buen tiempo busqué infructuosamente para una entrevista al segundo hombre más poderoso de México en el gobierno del presidente Felipe Calderón, Genaro García Luna sobre quien pendían señalamientos periodísticos de estar coludido con el narco, hasta que por fin a mediados de octubre de 2012, ocho semanas antes de que concluyera el sexenio de Calderón, una mañana recibí un par de invitaciones del poderosísimo secretario de Seguridad Pública Federal, para conocer primero el bunker del Centro de Inteligencia de la Policía Federal (CIPF) construido en una extensión de 10 mil 500 metros cuadrados compartidos con el Centro de Análisis Táctico.

El lugar cuenta con una sala nacional de mando, donde el Presidente y su gabinete podrían conducir el país en caso de una emergencia (como ocurrió con el paso del Huracán Patricia en el Pacífico), ya que el diseño inteligente de la construcción y su autonomía energética le permiten funcionar las 24 horas día a día los 365 días del año. La segunda invitación fue para conocer “el penal más grande del mundo”, construido en una extensión de 104 hectáreas con capacidad para 2 mil 500 presos de “alta peligrosidad”, aunque podría atender hasta 4 mil presidiarios.

Días atrás recién se había inaugurado el Centro Federal de Readaptación Social (Cefereso) número 11, con sede en Hermosillo, Sonora, en donde la mayoría de los primeros reos que lo estrenaron eran narcotraficantes provenientes de otras prisiones federales.

Acepté la primera invitación y al día siguiente la otra para que a las 6 de la mañana saliéramos de las instalaciones de la Policía Federal Preventiva en el Hangar del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Volamos a bordo de uno de los cuatro Boeing 727-264 que la PF utiliza para transportar a los efectivos que participan en operaciones coordinadas con el Estado Mayor Presidencial, la Secretaría de la Defensa Nacional y la Secretaría de Marina.

La comitiva en la que viajé estaba integrada por el subsecretario a cargo del sistema penitenciario y tres de los miembros de la Comisión de Seguridad Nacional de la Cámara de Diputados. Salvo el equipo de la tripulación a cargo, los miembros de la comitiva ocupábamos apenas cinco de los 185 asientos de la imponente aeronave.

Durante el trayecto de una hora y media, lo mismo que al llegar ha dicho penal dirigido por un general retirado, planteé mis dudas sobre la efectividad de los llamados penales de “máxima seguridad”. Imposible –dijeron nuestros anfitriones sobre la eventualidad de una fuga de reos–. La prisión tiene siete círculos de seguridad y vigilancia a “prueba” de riñas, fugas y motines y cuenta con mil 200 cámaras de seguridad, detectores de metales y de drogas; rayos infrarrojos, así como 800 elementos capacitados bajo un esquema de seguridad como en Estados Unidos.

La novedad de esta prisión era que ahora, participan empresarios en calidad de inversionistas y es una de ocho cárceles que se sumarían a las trece existentes para sumar un total de 21 prisiones de máxima seguridad y albergar a más de 50 mil reos del fuero federal. Se consideraba entonces que las nuevas prisiones eran el último reducto de las instituciones gubernamentales de la estructura de seguridad nacional en las que se podía confiar. Pero no ha sido así. La fuga del Chapo Guzmán, por segunda ocasión, de un penal, presuntamente de máxima seguridad, evidenció que las prisiones están carcomidas por la corrupción.

Al final estos penales han sido todo un negocio. La Comisión Nacional de Derechos Humanos ha encontrado que en estos modernos penales el costo diario para la atención de un reo es hasta de mil 670 pesos, además de presentar costos injustificables e inaceptables debido a las deficiencias que presentan como es el traslado irregular de reos, incomunicación, encierro prolongado en celdas, inexistencia de clasificación de los presos, a la seguridad jurídica, al trato digno y a la reinserción social.

Mis argumentos durante el viaje y la visita “al penal más grande del mundo”, no era para enorgullecernos de tener un Record Guinness, pues en 40 años estábamos construyendo más prisiones que universidades. (Además de las federales en México hay otras 406 prisiones: 306 son estatales, 10 del Distrito Federal y 90 municipales).

Acoté que si bien México pasa por uno de sus peores momentos de su historia en materia de seguridad, desde 1976, año en que fue cerrado el penal de Lecumberri, el Estado mexicano ha construido 21 penales federales y decenas de prisiones estatales pero no ha vuelto a construir una universidad pública después de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) en 1974 y la Universidad Pedagógica Nacional en 1978, (El número de universidades públicas en México, incluidos las escuelas de Educación Superior es de 681), en tanto más de medio millón de jóvenes de todo el país esperan un lugar en alguna universidad pública, mientras se da la preferencia a la población en las cárceles del país que asciende a 280 mil reos, de los cuales más de 50 mil pertenecen al fuero federal.

Otro dato contrastante al hacer un comparativo, el gasto por reo es mayor al que invierte la UNAM por cada alumno de bachillerato, pues la máxima casa de estudios gastó 115 pesos por día, es decir, 42 mil 249 pesos anuales por cada estudiante, según su presupuesto de 2014. En el Sistema Penitenciario Federal se eroga aproximadamente 140 pesos diarios en mantener a un reo. Para que no quepa duda, así lo revela el estudio “La transformación del Sistema Penitenciario Federal” en el apartado de “diagnóstico”, elaborado por el investigador del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, Guillermo Zepeda Lecuona.

El gobierno de Peña Nieto no tiene ningún proyecto para construir una universidad. Así ha ocurrido desde el gobierno de Miguel de la Madrid y sus sucesores. Sin embargo, en la Secretaría de Gobernación tienen listo varios proyectos para construir más prisiones federales.

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