Con frecuencia utilizamos el término “pueblo bicicletero” provisto de una connotación peyorativa para referirnos a localidades pequeñas, pobres o alejadas de la modernidad. Recuerdo, incluso, cómo durante mi niñez me molestaba, al grado de llegar a los empujones, que amiguillos defeños se refirieran a mi querido Saltillo con ese calificativo.
Crecimos con el prurito y falso paradigma norteamericano de que el desarrollo de una comunidad se equipara a la cantidad y calidad de automotores en circulación, desacreditando en nuestro subconsciente al velocípedo como medio de transporte digno. Ya estamos pagando caro esta forma de pensar.
Las eternas horas malgastadas en el desesperante tráfico y los problemas de salud en las vías respiratorias causados por la contaminación vehicular, son solamente dos de las consecuencias primarias de haber “superado” el estatus de pueblo bicicletero.
Los países nórdicos (Suecia, Noruega, Dinamarca, Finlandia e Islandia) ocupan siempre las primeras posiciones en los índices e indicadores de desarrollo humano y económico que publican las fuentes oficiales. Y tienen en común, además de una cruz horizontal como emblema en sus banderas, la utilización de la bicicleta como medio de transporte habitual.
La infraestructura de las ciudades principales de esos países permite una sana convivencia entre bicicletas, peatones, transporte público y vehículos privados, cuya prioridad es valorada en ese orden. No cabe duda que en la península escandinava y sus alrededores sus habitantes no fueron cultivados con una idea equivocada y despectiva sobre las bicicletas, sino todo lo contrario.
Es admirable observar cómo hombres trajeados, pequeños con mochila al hombro, jóvenes deportistas y hasta madres con su crío se transportan por este medio, en abono a su salud, por respeto al medio ambiente y en solidaridad con la sociedad. Además de eliminar toxinas y liberar endorfinas, desplazarse en bicicleta los convierte en una comunidad más feliz.
Sus gobiernos, por supuesto, han trabajado para generar los incentivos correctos a fin de lograrlo. Tal es el caso de ciclo vías construidas con toda la mano y la proliferación de estacionamientos para este medio de transporte. Con el mismo motivo, esos gobiernos han tenido que aplicar políticas impopulares, como altísimos impuestos en la adquisición de automóviles, gasolinas mucho más caras que aquí, y hasta cobros exorbitantes en los parquímetros.
Cambiar una idiosincrasia centenaria y promover una nueva cultura no es fácil. Se requieren décadas de planeación y acciones consecuentes, pues sería utópico pedirle a los habitantes de Guadalupe trasladarse en bicicleta hasta sus centros laborales en Apodaca, o a los del oriente de Saltillo pedalear hasta Ramos Arizpe o Derramadero, donde se concentra la demanda laboral.
Para los trabajadores, hay servicio de transporte en muchas empresas. Aun así, los que poseen un vehículo prefieren usarlo. “Es más cómodo”, suelen justificar. Pero luego se llega al exceso de emplear el automóvil hasta para ir a la tienda de la esquina.
Es un reto nada sencillo. Mas nunca es tarde para empezar a cambiar viejos paradigmas. Porque pensándolo bien, yo sí quiero vivir en un “pueblo bicicletero”.
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