Vivir en familia es aprender a escuchar y aprender a hablar. Es acompañarse, respetarse, saber que cada uno cuenta con el otro, es cuidarse mutuamente y crecer cada día. Es también aprender a resolver los conflictos sin dañarse y sin dañar a otro.
La vida en familia es entender que el hogar es el lugar de los consensos y las diferencias; es aprender en la cotidianidad a respetar los gustos y los estilos de cada miembro. Es aprender a acariciarse, a decir no, a decir sí, a relevarse en las funciones. Es establecer sanos hábitos para lograr una vida día a día más armónica. Es convertir el hogar en un lugar sagrado, fuente de crecimiento espiritual permanente. Es establecer proyectos individuales de vida y proyectos colectivos sanos, que faciliten construir y reconstruir la felicidad y la plenitud de sus miembros.
Es, además, crear ambientes para todos sus miembros: un espacio para los niños, para los adolescentes, los adultos y los ancianos, sin excluir a nadie, respetando los derechos y las responsabilidades o deberes que cada uno tenga para sí mismo y para el resto. Es aprender que existe ese otro, que saluda, que mira y que al mirar cada día va construyendo a todos los miembros dentro de una fina, mágica y maravillosa red. Es saberse amado en un lugar seguro. Es aprender a buscar ayuda cuando la situación se torna difícil. Es saber que cada miembro crece y que crecer es una alegría que duele, y que el sistema puede proporcionar un bálsamo para cada dolor.
La vida familiar es darle la bienvenida a los que nacen, despedir a los abuelos, homenajear a todos, estableciendo rituales de celebración ante las pérdidas y las ganancias, ante los cambios más sencillos, desde la caída del primer diente de leche con la ayuda del Ratoncito Pérez, hasta la celebración del matrimonio de un hijo con una bella y sentida ceremonia.