Unos recibieron la noticia con sorpresa; otros, con indignación: ¿Cómo es posible que el pueblo colombiano haya rechazado, mediante plebiscito, el acuerdo de paz del gobierno federal con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC)? ¿Son los colombianos tan masoquistas como para querer seguir viviendo en un baño de sangre?
El análisis es más complejo que eso. La política y el conflicto, ese binomio inseparable que en todos lados aparece, también se inmiscuyó en el proceso. Los egos de dos grandes y rutilantes figuras se enfrentaron en un duelo que dividió a la población en mitades.
Por un lado, el Presidente Juan Manuel Santos, con un sexenio al frente del gobierno, vio frustrado su intento de colocar la cereza del pastel a su Premio Nobel de la Paz, recientemente recibido, al perder el refrendo popular por estrecho margen. Con ello, los esfuerzos por llegar a un acuerdo de paz con el mando guerrillero y terminar con medio siglo de hostilidades, cristalizados en la firma de compromisos pacifistas en La Habana, se echaron por la borda.
Por el otro, el ex Presidente Álvaro Uribe, predecesor de Santos, logró por medio punto porcentual que continuara la lucha a favor de la legalidad, del fortalecimiento institucional y de respeto irrestricto al estado de derecho, motivos para estar en contra de los acuerdos. Quizá es lo férreo de su convicción, o el recuerdo del asesinato de su padre perpetrado por las FARC y los atentados fallidos en su contra.
Las FARC comenzaron como grupos de autodefensa. Se nutrieron en la espesura de la selva con la filosofía comunista propia de la época, hasta prostituir sus principios y convertirse en viles narcotraficantes, secuestradores y asesinos. Se cuentan por cientos de miles sus víctimas e incuantificable el daño económico que han causado a Colombia.
¿Borrón y cuenta nueva, siempre y cuando se garantice la paz? ¿Seguir luchando para que los criminales paguen sus fechorías y se restablezca el estado de derecho? Una decisión nada fácil para los colombianos. Por lo pronto, un tímido “¡No!” en el que subyace un rotundo “¡Qué se jodan!”
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