El primer trasplante de órganos exitoso se realizó en 1954. Desde entonces, la ciencia médica ha seguido evolucionando y perfeccionando sus procesos, haciéndolos relativamente seguros. El problema de la donación de órganos no es tecnológico ni científico, sino llanamente económico: la demanda excede con creces a la oferta.
En 2017, en Estados Unidos se realizaron casi 35 mil trasplantes, de una lista de espera de poco más de 115 mil. En México, la proporción es similar: de una demanda de alrededor de 21 mil órganos, se trasplantan exitosamente, según datos del Centro Nacional de Trasplantes, 7,128, récord histórico para nuestro país. La mayoría se practicó en hospitales del IMSS, del ISSSTE y clínicas del Sector Salud.
El mayor reto en todos los países es cómo disponer de más órganos. Una opción, descartable de entrada aún y cuando es defendida por Gary Becker, economista de Chicago y gurú en el estudio de comportamientos sociales, es la de abrir un mercado. La censuramos porque, por sus características, podría generar conductas sociales nefastas e inmorales.
Alvin Roth, Nobel de Economía 2012, propone una especie de trueque para los casos de incompatibilidad entre familiares, esquema funcional sin duda, pero sujeto a la suerte y a la oportunidad, y limitado a la donación entre personas vivas, la menos frecuente.
Otro Nobel de Economía, Richard Thaler, señala que el principal obstáculo para disponer de órganos de personas fallecidas es el desconocimiento de la voluntad de éstas al respecto.
Algunos países, como Estados Unidos, utilizan el método de “Consentimiento explícito”: si la persona desea ser donante debe cumplir primero algunos requisitos. Es un esquema ineficiente, pues del total de individuos que desean ser donadores, sólo la tercera parte lo formaliza.
El extremo opuesto, utilizado en algunas entidades estadounidenses, es tomar los órganos sin autorización de nadie. Se llama “Extracción rutinaria”, una práctica excesiva e indeseable, a mi parecer.
Thaler propone un punto intermedio: “Presunto consentimiento”. Es decir, todos seríamos donadores potenciales, salvo manifestación individual contraria. Este esquema incrementaría sustancialmente la oferta de órganos para salvar a miles de vidas.
Como sociedad, debemos reflexionar al respecto. Como individuos, nada debería de darnos más gusto que donar partes de nuestro cuerpo cuando ya no las necesitemos. Es regalar vida… después de la vida. Y nada nos cuesta.