Dos hermanos lograron lo indecible, ser gobernadores de la misma entidad; consecutivamente. Y la proeza, fue dada en estos tiempos modernos. Y aun así (a diez años de distancia y de más de ciclo y medio concluidos), no están contentos.
Es la historia de la familia Moreira Valdés (Valdez). Aunque hijos de los mimos padres y educados en la misma cuna (modesta y laboriosa), son distintos los hermanos, todos y son siete. Pero los referidos (Humberto y Rubén, citados en orden político no generacional), lo son al grado de usar distinta ortografía para escribir el apellido materno. Físicamente son diametralmente opuestos. Pareciera que tienen distintas costumbres y modos, pero vale la pregunta: ¿en su conformación moral y política, son distintos? Solo los círculos íntimos conocen esta verdad.
Y hablando de verdades, son pocas las que se saben con certeza, de las vidas y ambiciones de los dos hermanos.
En aquel entonces, los finales de los setenta y principios de los años ochenta, uno era vaquero y el otro rojillo. Uno tenía la repisa decorada con su sombrero de paja, con las alas arrugadas hacia la copa. El otro, decorado su cuarto con una pared mal pintada en color rojo sangre, con las caras de Marx y de Lenin. En la repisa del vaquero, solo novelas; en el buró destartalado del rojillo, libros de todo tipo y novelas. Uno robusto y el otro flacucho. Uno hablador y el otro bufón.
Fieles a la vocación familiar, estudiaron en la Normal de Profesores. Dicen que uno estudiaba y el otro no, pero que trascurrieron las aulas, en distintos momentos, hay cuatro años de diferencia en edad. El mayor (Rubén), migró a la Facultad de Leyes de la Universidad del Estado. El hermano menor, según cuenta (el mayor), fue a terminar en la Escuela de Educación Física, en Parras. Lógico pensar que amaban el gremio magisterial y honraban el legado familiar.
Rubén, era reservado. No gustaba del ruido ni de los enredos, ni de tertulias ni de fandangos. Era crítico de la política y del régimen, se parecía a su padre; estudioso y educado. Tenía un grupo compacto de amigos con los que discutía de religión, de letras, de música clásica (aunque se sabe que su cantante favorito fue Rigo Tovar), y hasta de historia. Su crítica social y política era radical.
Censuraba al régimen del PRI y al tiempo, despreciaba a la clase empresarial y a los ricos; en especial a los de Saltillo y Coahuila. Creció con un resentimiento de clase, que lo han acompañado toda su vida.
Humberto, por el contrario, fue bailador desde muchacho.
Los escándalos y francachelas, y el amor de ventana en ventana, se le daban bien.
Sus amigos y luego compadres, Ariel Maldonado y “otro inquietos”, de antes y de ahora, le festejaron sus deslices y atrevimientos. Se daba modo de vivir en la fiesta, sorteando el costo y la entrada a sitios diversos, sobre todo, aquellos de farándula y colorete. Su buena estrella incluía, más o menos, aprobar la escuela.
Y la conseja popular de estudiar para sobresalir, sirvió igual al que sí que al que no. Ambos lograron sus metas físicas, aunque pareciera que no así las humanas. La brillantez de uno se equiparó a lo estudioso del otro. Y bueno hay que decir que uno se ha encargado de repetir que solo él es agudo y cerebral, que el otro solo es dicharachero. Lo cierto es que sin la popularidad de uno, el otro no obtendría el logro cumbre: la gubernatura heredada, consecutiva y nepòtica.
El profe dejó de ser vaquero. Se fue al DF a bregar en las dependencias federales del área educativa. Se acercó a personajes y regresó a su tierra como Delgado Federal del CONAFE. Vendía sus favores a los gobernantes en turno, en especial su habilidad de operador político (mapache electoral, usando al magisterio y lideresas).
Como entró salió, “enamoró” hábilmente al ExGobernador Rogelio Montemayor Seguí para luego darle el portazo y “venderse políticamente” al sucesor, Enrique Martínez y Martínez.