Hace unos días tuve el privilegio de acompañar al Secretario de Desarrollo Social, José Antonio Meade, a recibir un importante y emocionante reconocimiento en el estado vecino de Texas: el de “Señor Internacional”. Es otorgado por la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos (LULAC, por sus siglas en inglés) y con la aprobación de las autoridades norteamericanas. Se ofrece en pareja, al binomio compuesto por una figura mexicana y otra norteamericana que se hayan distinguido por una trayectoria intachable y hayan abonado, desde sus respectivas trincheras, a fortalecer la relación binacional.
El premio no se circunscribe a un evento. Se inserta en las festividades conmemorativas del natalicio de George Washington, engalanándolas y engalanándose. El primer evento deriva de una tradición centenaria, impregnado de una alta dosis de misticismo: el abrazo internacional.
A los flancos de la guardarraya México-Estados Unidos, sobre el puente internacional que une a los dos Laredos, los contingentes de ambos bandos rinden honores a sus banderas y entonan con pasión sus respectivos himnos. Acto seguido, las comitivas caminan para encontrarse en la línea divisoria y fundirse en un afectuoso y prolongado abrazo, símbolo de la hermandad que nos debiera unir.
A Meade lo abrazó uno de los hombres más influyentes de la Unión Americana, el Secretario de Seguridad Nacional, Jeh Johnson;
alcaldes, legisladores, obispos y representantes empresariales hicieron lo propio. Nunca pensé ingresar a EUA sin mostrar la visa ni atender el riguroso interrogatorio; pero así cruzamos, revestidos de una confianza inusual, propia de otra época, que debemos restablecer.
Después siguió el desfile. Decenas de miles de personas diseminadas a lo largo del recorrido vitorearon a los contingentes y a las autoridades, entre ellas a Meade, quien recibió cualquier cantidad de muestras de afecto desde el descapotable que lo transportaba.
Acto seguido, el alcalde de Laredo le entregó al homenajeado mexicano las “Llaves de la Ciudad”. Fotos, muchas fotos; encuentros trascendentales desde con nuestro Embajador hasta con legisladores, para concluir el día con la entrega de la presea, momento por demás emotivo y motivo de orgullo nacionalista, cargado de simbolismos. La contraparte homenajeada fue George P. Bush, poderoso Comisionado de la Tierra en Texas y nieto del Presidente del mismo nombre.
El acontecimiento reviste una relevancia especial por dos razones. La primera es el mensaje claro y contundente que se envía: el valioso gesto de solidaridad de un importante sector político norteamericano ante el riesgo de que un hispanofóbico, como Trump, llegue a la Casa Blanca.
La segunda razón tienen que ver con el contexto de desacreditación que prevalece de algunos políticos mexicanos en el extranjero. Unos investigados; otros, perseguidos. El hecho de reconocer a un alto funcionario de nuestro país en tierras del Tío Sam pone de manifiesto que no todos son iguales: en la política mexicana hay hombres de honor, íntegros y ejemplares.
La política es una actividad sublime. Es la oportunidad de realización personal sirviendo a los demás.
Que unos cuantos la hayan denigrado y manchado no significa que todo sea así.