Las formaciones no encuentran ninguna salida al abismo institucional y votan a favor del actual jefe del Estado.
El camión que llevaba los muebles de Sergio Mattarella a su nueva casa en el barrio romano de Parioli recibió una llamada a media mañana del sábado y tuvo que dar la vuelta. Los partidos italianos, incapaces de llegar a un acuerdo después de seis días de votaciones y enormes discusiones, han tenido que implorar al actual jefe de Estado que reedite su mandato (siete años) y permanezca en el cargo. Será, como mínimo, hasta que haya elecciones y se forme un Parlamento menos fragmentado. La repetición de Mattarella es una victoria para Italia en un momento muy delicado en el que se protegerá la estabilidad y a figuras como Mario Draghi, que podrá terminar su trabajo al frente del Ejecutivo. Pero es también una derrota tremenda para los partidos y para la política italiana, incapaz de encontrar relevos y llegar a nuevos acuerdos. Mattarella obtuvo los 759 votos necesarios, mayoría absoluta de los 1.009 grandes electores ―630 diputados, 321 senadores y 58 delegados regionales―.
Mattarella (80 años), que ha aceptado la propuesta, será el segundo presidente de la República que repetirá en el cargo. Y lo hará de forma consecutiva a su predecesor, Giorgio Napolitano, que se encontró en una situación similar hace nueve años. La diferencia, sin embargo, es que esta vez ha habido una cierta promoción parlamentaria de su candidatura. El jefe de Estado repitió una y mil veces que no quería reeditar su mandato: no tenía ganas y le parecía forzar en exceso la Constitución. Pero un movimiento de base construido desde algunas bancadas en las últimas horas ha llevado en volandas su candidatura. “Era la única solución posible para tener unida a la mayoría. Si los líderes tenían que buscar la unanimidad, la única solución era promover un movimiento desde abajo para elegir a Mattarella”, señala Stefano Ceccanti, diputado del Partido Democrático (PD) y uno de los diseñadores del plan.
Ennio Flaiano, escritor y legendario guionista de Federico Fellini, decía que “la línea más corta en Italia entre dos puntos es el arabesco”. Pero la decisión, tomada en la octava votación de la sexta jornada, es también un nítido síntoma del estado comatoso en el que se encuentra su clase política. No hay relevos a la altura, clase dirigente. Flaquea también la histórica capacidad para llegar a acuerdos transalpina. La paradoja, en cambio, señala que la jugada permitirá salir airosos a casi todos los partidos y mantener la insólita estabilidad de la que ha disfrutado el país en el último año justo cuando los mercados comenzaban a ponerse nerviosos. Mario Draghi, la otra opción favorita, podrá seguir hasta el final de legislatura en el Ejecutivo para terminar las reformas en las que ha embarcado al país, de las que dependen la llegada de los más de 200.000 millones de euros que la Unión Europea ha asignado a Italia para el periodo pospandemia. El PD siempre apostó por Mattarella y una gran parte de la derecha también. Un hombre, sin embargo, sale muy tocado de la partida.
Matteo Salvini, jefe de la Liga, queda profundamente herido en un proceso al que entró autoerigido en una suerte de kingmaker y del que salió trasquilado y como un líder político escaso, sin liderazgo ni visión política para los grandes procesos. Todos los nombres que propuso fueron rechazados y, además, lastimó enormemente la imagen pública de dos pesos pesados de las instituciones como la presidenta del Senado, Elisabetta Casellati, y la jefa de los servicios secretos, Elisabetta Belloni. Propuso ambos perfiles sin tener apoyos suficientes y bajo la solitaria premisa de que eran “mujeres”. Hizo un flaco favor a la igualdad de género en las instituciones con su frágil argumentación y expuso, sin darse cuenta, la división que existe en el seno de la coalición de derechas (Forza Italia, Liga y Hermanos de Italia), que sale hecha trizas de esta contienda.
Giorgia Meloni, líder de Hermanos de Italia, no oculta ya su lejanía con las decisiones tomadas por Salvini. Mattarella, que suponía la continuidad y alejar las elecciones anticipadas que buscaba en esta jugada la heredera del partido posfascista Movimiento Social Italiano, era la única opción que no quería. Tampoco en sus filas se disimula ya el desprecio por la valía política del líder de la Liga en las grandes ocasiones. “No está a la altura. Siempre que cree que puede ser decisivo, como pasó en agosto de 2019 en el Papeete, la caga”, dice sin contemplaciones un histórico miembro de Hermanos de Italia. La división es total.
Mario Draghi, el otro gran nombre de esta larga contienda, logra conservar sin apenas rasguños su currículo de superhombre de las instituciones. Pero después de un año en el que su reinado ha salido indemne a los habituales manchurrones del Parlamento italiano, ha comprobado que la política salpica. Y también que necesitará tejer alianzas, estrategias y bajar de vez en cuando de la torre de marfil que le otorgaron en su país cuando se consagró como salvador del euro. Cueste lo que cueste, como él diría. Al menos si quiere seguir optando a ser el jefe de Estado dentro de dos años, cuando las elecciones de 2023 aclaren el escenario.
Mattarella se consagra como uno de los mejores presidentes de la historia de la República. Su segundo mandato no es un juego de palacio, sino una voluntad popular y parlamentaria insólita en las refriegas italianas. Solo Giovanni Gronchi en 1955 surgió de una ola de apoyo parlamentario similar. Fue un candidato disidente que votaron algunos de los miembros Democracia Cristiana contra la línea oficial del partido. Y poco a poco todos fueron uniéndose. “Vino impuesto desde abajo. Y lo importante es que el Parlamento ahora ha encontrado el camino”, insiste Ceccanti.
La situación desde entonces ha cambiado enormemente y revela un problema endémico. En la llamada Primera República, cuando los partidos eran fuertes, solían ser los presidentes quienes querían repetir en el cargo, pero las formaciones se lo impedían para no entregarles demasiado poder. Hoy sucede justo lo contrario: los presidentes como Mattarella solo quieren marcharse a su casa de Palermo a descansar, pero los partidos son incapaces de reemplazarles y tienen que frenar al camión de la mudanza.
El País