Tragedia ambiental

La semana pasada, la Ciudad de México vivió algunos de sus peores días de su historia reciente por efectos de la contaminación. Me tocó viajar allá en un par de ocasiones y desde el aire era notoria la caliginosa capa ocultando el horizonte, minutos antes de engullirse al avión en su aproximación a la pista.

Después de haber vivido tantos años en la capital, las contingencias ambientales ya no me sorprendían. Pero ahora fue diferente. Nunca, que recuerde, se habían suspendido clases, y menos durante tres días seguidos. La contaminación era tan espesa que se podía oler y sentir. Cortar con un cuchillo, diría un clásico. Y ni qué decir de las afectaciones respiratorias que padeció gran parte de la población, incluidos mis hijos.

Las autoridades se desvivieron en explicaciones: que la gran cantidad de incendios aledaños, que las emisiones irregulares del Popocatépetl, que la ausencia de los vientos tradicionales, que la falta de las lluvias… Sin duda, esta vez fue una alineación de eventos desfavorables, pero el fondo del problema es meramente económico.

No se trata de un tema exclusivo de la Capital. Ni siquiera de México. Es un asunto mundial. Padecimos una sobresaturación de partículas en el aire por las razones ocasionales antes expuestas y por las permanentes, como lo son la altura de la ciudad, su relieve, su condición de valle y los millones de habitantes.

Sostengo que el problema es en esencia económico porque, en tal situación, los mercados fallan en asignar los recursos eficientemente debido a las externalidades negativas generadas por la población cuando recibe beneficios sin asumir los costos de contaminar.

Si un productor de maíz quema su milpa para abonar la tierra, seguramente le irá mejor en la próxima cosecha y ganará más dinero. Se beneficia él afectándonos a todos, y, como no le cuesta, sin duda seguirá haciéndolo.

La contaminación no entiende de fronteras. Por ello, muchos países se niegan a cargar con los costos económicos y políticos que representa implementar medidas anticontaminantes,  si sus vecinos no lo hacen. Perciben una ganancia marginal pagando un precio altísimo. Esta es, quizá, una de las razones por las cuales Trump, por su pragmatismo a ultranza, abandonó el “Acuerdo de París contra el Cambio Climático”.

Lo que se requiere es la actuación sincronizada, articulada e internacional de los gobiernos de todos los niveles para internalizar la externalidad mediante el cobro impuestos especiales a quienes contaminen, e invertir lo recaudado para mitigar el deterioro ambiental que ocasionan. No olvidemos que el ser humano es racional en lo económico; por tanto, mientras no le pegue en el bolsillo, difícilmente cambiará.

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