La expectativa era que el debate sirviera para exponer un escándalo que modificara las tendencias reflejadas por las encuestadoras, una opinión que se reforzó en una inusual suspensión de actividades del candidato del PRI, José Antonio Meade Kuribreña, que durante cuatro días no programó actividades públicas.
Hace unas semanas el dirigente nacional del PRI, René Juárez Cisneros, aseguró que su candidato, José Antonio Meade Kuribreña, llegaría al segundo lugar en torno al 10 de junio y aproximándose al puntero, lo que hacía prever que sólo embistiendo a Ricardo Anaya Cortés y a Andrés Manuel López Obrador, podían conseguir su objetivo.
Tras las declaraciones de Juárez Cisneros, apareció en diferentes plataformas “Caso Anaya”, para difundir videos que muestran a uno de los Barreiro revelando su relación con Anaya. A lo anterior, se sumó la denuncia interpuesta por el senador panista, Ernesto Cordero que, con inusual prontitud, atrajo la fiscalía de delincuencia organizada.
Como sincronizado, la campaña negra arreció con las llamadas telefónicas de encuestas simuladas, que mediante barridos geográficos llegaron a todo el país, reproduciendo los ejes que apuntalan el cuestionamiento de Meade a López Obrador en discursos y spots: amnistía, impresentables, “peligro” económico y Reforma Educativa.
Y sin embargo, en el debate no hubo nada relevante como para modificar preferencias electorales.
El mal sabor que deja el debate, es porque a los candidatos –excluiré de esto a Rodríguez Calderón, porque su postulación es mala y olvidable anécdota– no les gusta explicar acciones dudosas; por su inhabilidad para responder cuestionamientos legítimos; por la forma en que se contradicen o son insuficientes al explicar propuestas y la facilidad que tienen para mentir.
López Obrador, por ejemplo, exasperado le dice corrupto a Anaya cuando este lo confronta por un contratista. Anaya mostró fotografías donde aparece con él en los terrenos del nuevo aeropuerto (por cierto, sin revelación, pues fueron tomadas de las redes sociales del propio López Obrador) y señala que obtuvo contratos por adjudicación directa que alcanzaron 170 millones de pesos durante su gestión. Era fácil explicar pero el puntero no quiso o no pudo.
Anaya, arrancó acusando una “campaña brutal” en su contra, algo en lo que ha sido reiterativo y que es relativamente cierto, aunque insuficiente para justificar su riqueza y sus operaciones.
Meade, que es señalado por su implicación en el escándalo Odebrecht –por cierto, publicado en Proceso por Mathieu Tourliere, en participación con Mexico Leaks, el 3 de junio— termina revirando que la relación con la trasnacional brasileña es de López Obrador, debido a que propone como secretario de Comunicaciones y Transportes, a Javier Jiménez Espriu, cuya familia política es propietaria de Grupo Idesa, la empresa asociada con Odebrecht en México –una historia que publiqué en enero– pero que no aclara su propia implicación en ese escándalo. Siembra la duda sobre el fundador de Morena, quien no tiene qué ver con los contratos.
Nadie expone con claridad suficiente para considerar viable cómo financiar lo mucho que prometen. Todos dicen combate a la corrupción, no subir impuestos, aumentar de un modo u otro el ingreso y la inversión.
Así podemos seguir con las mentiras: López Obrador afirma hay funcionarios que ganan más de medio millón mensual sin pruebas; Anaya afirma hay relación de López Obrador con Peña Nieto y saca una fotografía editada del debate 2012; Meade miente en el mismo asunto Idesa-Odebrecht.
Los escenarios previstos en las encuestas no cambiaron con el tercer y último debate, pero dejan un lamentable retrato de los candidatos presidenciales, una sensación de que en política falta mucho por madurar.
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